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V

LA REPUBLICA Y SU CRISIS GALOPANTE

 

Al proclamarse la República, España entera se había declarado en fiesta. Los nuevos gobernantes se ufanaban en decir que la República había sido instaurada sin derramamiento de sangre. Por el mismo tenor Angel Pestaña, en una reunión de militantes celebrada por aquellos fastos días manifestaba a su vez que esta revolución pacifica era el signo evidente de la madurez democrática de los nuevos tiempos.

La gran calamidad de las dictaduras no consiste sólo en sus atropellos al derecho de los ciudadanos y contra las personas físicas, sino en el gran vacío que dejan al desaparecer. Todo tiene que improvisarse tras la desaparición del poder personal. Una gran hambre física y de libertad se despierta súbitamente.

El 14 de abril los trabajadores españoles llevaban más de siete años atados de pies y manos a merced de la rapaz patronal. En los sectores de opinión había una gran hambre de libertad de expresión. Las plumas no claudicantes llevaban tantos años de previa censura gubernativa que se sentían entumecidas y necesitaban de una cura de ejercicio sin limitaciones.

Los gobernantes de la República se propusieron, como buenos burgueses que eran, tranquilizar a las fuerzas conservadoras económicas, tal vez para evitar las conspiraciones y la ocultación de capitales, o porque sentían un miedo instintivo del pueblo. Quisieron tranquilizar a los grandes terratenientes y a los campesinos sin tierra con una reforma agraria ni chicha ni limonada. Querían ganarse al ejército con reformas anodinas como la Ley de Azaña, que sobre no solucionar fundamentalmente nada herían susceptibilidades y alentaban rencores. Y a guisa de pasto a la beocia se libraron a torneos demagógicos contra las instituciones religiosas que avivaban sus recelos cavernarios sin llegar en verdad a meterlas en cintura.

Esta política no satisfizo a nadie y tuvo la sola virtud de agraviar a todo el mundo. Pero el gran traspié fue la dudosa reciprocidad del gobierno al reprimir los desbordamientos de derecha e izquierda extremas. No porque los extremismos de izquierda fuesen menos cautos y más exuberantes que sus diametralmente opuestos. Era el caso que mientras se extremaba el rigor con los primeros, a veces cañoneando sindicatos obreros, masacrando en Sevilla, en Arnedo o en Casas Viejas, se era sospechosamente tibio con los autores del preludio de militarada del 10 de agosto. Se conmutó la pena de muerte al jefe de la insurrección, Sanjurjo, quien conseguiría escapar de su encierro, y hasta un pez gordo como el contrabandista de alto bordo Juan March pudo fugarse de la cárcel en coche.

Sin desmerecer a los demás, dos hombres del primer gobierno republicano fueron francamente funestos: Miguel Maura y Largo Caballero. El primero, que tenía pretensiones de hombre fuerte, se empeñó, en resolver por la fuerza todos los conflictos de orden público y los que planteaban con sus huelgas los trabajadores. Había definido la brutalidad como prestigio de gobierno.

Largo Caballero, que no tenía el agravante de ser hijo del fusilador Antonio Maura, y era, siquiera por definición, el representante en el gobierno de toda la sufrida clase obrera, no sólo hizo una labor parcialísima en favor de la organización de que era secretario (la U. G. T.), sino que provocó a la organización rival con rencor sectario.

El 29 de julio de 1931, al ser interpelado el gobierno sobre la condición no representativa de la derecha republicana en el gobierno, dado el tono de la voluntad del país, el señor Maura, prejuzgándolo una censura por su política represiva contra la C. N. T., replicó vivamente:

«Mi deber es decir aquí a la C. N. T. y a la F. A. I., y también a Sus Señorías, que la legislación española forma un todo, y que si, en efecto, hay para ellos, en cuanto a lo que son sus deberes, un territorio exento dentro de esa legislación, puesto que no aceptan las leyes que regulan el trabajo, desconocen los comités paritarios, los tribunales mixtos y, sobre todo, la autoridad gubernativa, también en cuanto a sus derechos habrá un territorio exento y no existirá para ellos ni la ley de reunión, ni la de asociación, ni ninguna otra que les ampare. Que cumplan las leyes de trabajo, que cumplan todas las leyes que regulan la vida de relación, y entonces tendrán derecho a vivir la vida normal de relación con el gobierno.»

Esta declaración de guerra de Miguel Maura a la C. N. T. se corresponde con otra declaración similar del ministro del Trabajo, Largo Caballero, quien recién instaurada la República promulgó un decreto-ley implantando los jurados mixtos que eran los comités paritarios de la dictadura con otro nombre (7 de mayo de 1931). Este decreto, que refrendaron las Cortes Constituyentes, dejaba fuera de la ley a la mitad del proletariado español organizado. Tal huelga que ignorase el arbitraje era un infringimiento de la ley, la cual establecía que toda diferencia entre los trabajadores y sus explotadores tenía que ser previamente arbitrada. Aparte esta imposición, esta suerte de legislación tendía a la supresión del derecho de huelga que, para su defensa, es la única arma de que disponen los trabajadores.

El 8 de abril de 1932 quedó refrendada esta ley por otra, instituyendo las asociaciones profesionales para patronos y para obreros, la cual ley era un escandaloso atentado a los sindicatos industriales. Si tenemos en cuenta que la C. N. T. se regía por esta estructura sindical desde 1918 se comprenderá el alcance de la provocación oficial. Por estos decretos la poderosa C. N. T., que en el congreso de junio de aquel mismo año había escrutado 800.000 afiliados, quedaba al margen de la ley automáticamente. Pues no podía esta organización abandonar unos principios ideológicos y orgánicos que eran la razón de su existencia. Las leyes del 7 de mayo y 8 de abril eran un ataque premeditado a la «acción directa» confederal. Eran el estado de guerra entre el gobierno y la C. N. T., del que la República sería la mayor perjudicada 1. No obstante, la C. N. T., a pesar de las sañudas represiones de que sería objeto en réplica a sus rebeldías, contribuiría a salvar la República en dos críticas situaciones: el 10 de agosto de 1932 (golpe de Sanjurjo) y el 19 de julio de 1936.

1«De esa colección de leyes quiero señalar solamente dos: la nueva Ley de Asociaciones Obreras y  la de Inspección del Trabajo. La primera, mal comprendida por la Confederación Nacional del Trabajo, sustraía todo el derecho de asociación a la jurisdicción de Gobernación, de gobernadores civiles y de la policía, entregando su inspección y vigilancia al Ministerio del Trabajo, por mediación de los inspectores. La innovación era importantísima para la clase trabajadora, y  ya estaba rigiendo en otros países. La segunda creaba un Cuerpo de Inspectores reclutados por oposición, con sueldos decorosos para preservarlos de la influencia o del soborno, encargados de la vigilancia y cumplimiento de la legislación social.» (Largo Caballero, Mis recuerdos, pp. 123-24.)

Los propósitos de Maura y Largo Caballero estaban inspirados en parecidas razones a las que animaban a Mola y Foronda en 1930.

El primer choque entre la C. N. T. y el gobierno se produjo el 6 de junio de 1931 al declarar la primera huelga del personal de Teléfonos. Fue esta una «huelga de la Canadiense» en miniatura. Un «test», como diríamos en nuestros días, entre dos fuerzas que se respetan. La Compañía Telefónica Nacional era uno de aquellos bochornosos monopolios, cuantiosamente estipendiados, que fueron moneda corriente durante la Dictadura de Primo de Rivera. Había sido una vulneración grosera de la pauta oficial histórica que en materia de concesiones tenía un tope reversible. El contrato con la Telefónica era a perpetuidad, e Indalecio Prieto, en una conferencia pronunciada en el Ateneo de Madrid en 1930, al denunciar públicamente este latrocinio, prometió que el futuro gobierno de la República rescindiría un contrato que era leonino para el Estado y los españoles.

La C. N. T., como en tantas ocasiones repetidas, se dejó llevar por el entusiasmo del personal del Sindicato Nacional de Teléfonos (creado en 1918) que lo componían 7.000 afiliados, bisoños o poco curtidos en la lucha. La autonomía casi ilimitada de que gozaban los sindicatos para declarar conflictos de difícil solución, que planteaban problemas de solidaridad obligada como hecho consumado, perjudicó grandemente el prestigio de esta organización por las derrotas que la tal fogosidad e imprevisión ocasionaban. La inexperiencia de la mayoría de los huelguistas de Teléfonos, entre los que abundaba el personal femenino, fue un serio inconveniente para sostener el conflicto. El grueso de las operaciones más arriesgadas, tales como sabotajes, tuvieron que pesar sobre los militantes de los otros sindicatos. Durante el conflicto hubo más de 2.000 huelguistas detenidos. El ministro del Trabajo se apresuró a declarar ilegal el conflicto, según usanza, y el de Gobernación no tardó en azuzar a la guardia civil. Largo Caballero, al declarar que antes que ministro era secretario de la U. G. T., estableció claramente la beligerancia de esta organización en el conflicto. Un triunfo resonante de la C. N. T. en aquellos momentos y en corporación tan estratégica, a la par que aumentaba sus acciones disminuía las de la central obrera rival. El mismo secretario general de la U. G. T. hacía un caso personal de la huelga, no obstante su investidura de ministro. La lucha degeneró muy pronto en guerrilla entre el «benemérito» cuerpo armado y los comandos de saboteadores de la C. N. T. En estas condiciones la suerte estaba echada. La huelga murió por consunción y hasta la primavera de 1936 no consiguió el Sindicato una reacción victoriosa que permitió el reingreso de los despedidos y una reivindicación económica 2.

2 Jacinto Toryho, La independencia de España, Barcelona, 1938, pp. 104-113.

Después de la reacción popular contra las iglesias y conventos provocada por los círculos monárquicos 3 siguieron en cascada las huelgas y motines subsiguientes, y las hazañas de la guardia civil a la que el ministro de la Gobernación había ordenado «disparar sin previo aviso». A partir del mes de junio el eje de los acontecimientos se desplazó hacía Andalucía. Del 18 al 25 de julio hubo una semana trágica sevillana con leyes de fugas en el Parque de María Luisa. En el intermedio se promulgó el decreto de Defensa de la República, que sería ley el 21 de octubre. La Constitución que estaban elaborando las Cortes Constituyentes, quedaba desvirtuada de avance por aquella ley de excepción. Las derechas no votaron esta ley por haberse retirado del Congreso con motivo de la discusión de la reforma religiosa. Por el mismo pretexto dimitirían del gobierno Alcalá Zamora y Miguel Maura.

3 Una historia completa de los incendios sacrílegos que abarcase todos los perpetrados por la Iglesia Católica contra mezquitas y sinagogas y contra los propios templos cristianos, debido a  luchas intestinas y a razzias cuando las guerras civiles, haría ridículos los tan explotados cometidos por el pueblo en julio de 1909, en mayo de 1931 y hasta en julio de 1936. El fuego fue un arma predilecta de la Iglesia contra los herejes.

El 21 de diciembre, en Castilblanco, situado en el rincón más inhóspito de Badajoz, se dio muerte a cuatro guardias civiles que habían actuado con brutalidad. La aldea entera había intervenido en los hechos y no hubo manera de discriminar responsabilidades personales. Castilblanco se convirtió en un nuevo Fuenteovejuna. Pero unos dias después la misma guardia civil conseguía un fuerte desquite en Arnedo (Logroño): 15 muertos y un centenar de heridos. Se hizo por entonces famosa una frase del director general de la guardia civil, general Sanjurjo: «La guardia civil es el alma de España».

El 9 de diciembre de 1931 las Cortes aprobaron definitivamente la Constitución. Tres eran los problemas principales que tenía que resolver el régimen si quería hacer honor a su palabra: el de la tierra, el de la Iglesia y el del ejército. Ninguno de los tres fue resuelto, y el no acabar la República con ellos hizo que acabaran ellos con la República.

«La Reforma Agraria, quintaesencia de la pedantería que avalaron las Cortes Constituyentes, ha sido un disparate digno de los arbitristas españoles del siglo XVIII. La realidad les hizo rectificar levemente; pero al principio querían asentar sobre cada diez hectáreas de tierra una familia campesina. En 1931 el número de campesinos sin más patrimonio que sus brazos era de cinco millones, de donde se deduce que para asentarlos a todos hacía falta disponer de diez Españas sin piedras, tapizadas por completo de tierra vegetal. Aun así, como sólo se trata de asentar diez mil cada año, para asentar a todos, la historia y la cronología de acuerdo, debían librar la vida a las Cortes Constituyentes y a su gobierno un período de cinco siglos. Pero como la extensión de tierra laborable, calculada con largueza, no pasa de ser una tercera parte del territorio nacional, los asentamientos sólo podían ultimarse en un período de quince siglos 4

4 Eduardo Barriobero, y Herrán: Un tribunal revolucionario. Cita de Toryho en La independencia de España.

Desde que Cervantes exaltó al rango de primer adagio nacional el «topar con la Iglesia» no se había dado una topada mayor hasta que las Cortes Constituyentes de la República abordaron el problema religioso. Un primer proyecto cortaba por lo sano. Se disolvían todas las órdenes religiosas y se nacionalizarían sus inmensas riquezas inmuebles, quedaría totalmente suprimido el presupuesto de Clero y Culto y separados el Estado español y la Iglesia. Pero los dos ministros conservadores (Presidencia y Gobernación), amenazaron con desencadenar la crisis si quedaba aprobado el que había de ser artículo 24. Los demás ministros se sobresaltaron, y así los jefes de las minorías en el Parlamento. Azaña presentó entonces una enmienda que pasaría a ser artículo 26: las órdenes religiosas subsistirían en espera de una ley que regularía su existencia. El presupuesto del clero se seguiría abonando durante dos años. Quedaban disueltas las órdenes religiosas que imponían, además de los tres votos canónicos (castidad, pobreza y obediencia), «otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado» (los jesuitas). Durante el «bienio negro» se dio al traste con la tímida reforma agraria y se restablecieron los haberes del clero por un subterfugio legal descocado: la proclamación del personal eclesiástico como empleado público.

La ley de reforma del ejército se orientaba a descongestionar a este de su hipertrofia de generales y oficiales. El ejército español, no obstante la tradicional neutralidad de España, era el más superconstelado de Europa. Se disolvieron algunos regimientos y se reducían las divisiones o capitanías generales. Pero la ley de retiros concedía a los oficiales que lo solicitaran, ascenso al empleo inmediato superior, sueldo integro, uso de uniforme y arma y pase para viajar gratuitamente. Estas mismas condiciones regían también para los oficiales retirados por haberse negado a jurar fidelidad a la República, pues, según la prosa oficial, «retirar del servicio a los que rehusan la promesa de fidelidad no tiene carácter de sanción sino que es ruptura de compromiso con el Estado». Los que se retiraron con segundas intenciones hallaron en esta ley un tapujo ideal para trasegar por los cuarteles y conspirar impunemente. El levantamiento militar de 1936 es la mejor prueba de la inocuidad de esta ley y del fracaso de la reforma.

El 11 de junio de 1931 la C. N. T. inauguraba las tareas de un congreso nacional de sindicatos. En él chocaron pronto dos tendencias: una que tendía a aclimatarse a la legalidad republicana otra que quería quemar las etapas de la revolución social En la primera militaban algunas figuras de la vieja guardia: Juan Peiró, Angel Pestaña, etc. La segunda estaba impulsada por Francisco Ascaso, García Oliver y Buenaventura Durruti, representantes del romanticismo revolucionario.

En aquel congreso se suscitó un apasionado debate al discutirse el informe del Comité Nacional. El ala extremista pretendía que durante las últimas etapas de la clandestinidad los comités superiores habían cerrado compromisos con los elementos políticos. Se hacían repetidas alusiones al Pacto de San Sebastián.

No se ha podido demostrar nunca la intervención de la C. N. T. en aquel pacto (17 de agosto de 1930) pero se insistía en que había compromiso en abrir una moratoria de paz social, especialmente en Cataluña, con vistas a consolidar la República y facilitar en ella la autonomía de Cataluña. Este recelo había sido agravado por unas declaraciones del líder catalanista Luis Companys.

Un pacto de esta naturaleza sólo era posible a título gratuito. Pues ningún militante responsable hubiese podido garantizar cuerdamente a quien fuere que el compromiso se cumpliría. La autonomía de que gozaban los sindicatos para declararse en huelga, su feroz apego a la libertad de acción y la nula influencia de los comités superiores en los problemas profesionales y reivindicativos económicos convierten quimérico en  la C. N. T. el dirigismo de arriba.

Este congreso fue uno de los menos constructivos y acaso el más pasional de todos. Es cierto que se aprobó el plan de reestructura de la C. N. T. a base de federaciones nacionales de industria, pero sobre dar lugar a un debate agotador el plan no se puso nunca en práctica. Los enemigos de esta modalidad sostenían tercamente que las federaciones nacionales de industria implicarían una dualidad de funciones y la caída en la burocracia. A pesar de las federaciones nacionales de nueva creación, la vieja organización continuarla, lo que proliferaría las secretarías, y las funciones con tendencia a la permanencia producirían un vivero de burócratas. Los principios ideológicos de la organización seríar: afectados por esa saturación burocrática.

Sus adversarios sostenían que había que organizar concentraciones industriales obreras frente a las concentraciones industriales patronales. A esto se replicaba que, a excepción de los grupos industriales de los servicios públicos, no se daba en España la forma de organización superindustrialista del capitalismo internacional. Y aun si así fuese ―se añadía―, «¿es posible que fuésemos a hacer dejación de nuestros principios y a claudicar sencillamente por el hecho de que la economía burguesa se desarrolla de esta forma»?

El problema se desorbitaba enfocado del punto de vista de los principios ideológicos. ¿No podían acaso hermanarse estos principios con las realidades económicas? Estas eran que un amplio sector industrial burgués había adoptado la estructura de trust en parte para contrarrestar la estructura concentrada de los «sindicatos únicos» puesta en pie por la C. N. T. desde 1918. Pero el sindicalismo «único» era una evolución, con respecto al viejo tipo de sociedades de resistencia obreras, que había quedado estancada localmente. No había nexo directo entre dos o más sindicatos de la misma industria situados en diferentes localidades. La C. N. T. estaba compuesta de federaciones locales y comarcales y de confederaciones regionales. Pero estas federaciones no tenían sentido económico-profesional. Una federación  local de sindicatos la era de diferentes tipos industriales: madera, construcción, metalurgia, productos químicos, transporte, luz y fuerza... Por ejemplo, el representante del sindicato metalúrgico perdía allí su calidad de mecánico o fundidor como los demás perdían la suya. No iba a la federación a discutir asuntos comunes de orden técnico, sino cuestiones de tipo social, político o revolucionario. Aquello hubiera sido absurdo pues la federación no era una suma de números homogéneos sino heterogéneos. No se suman, pues, números heterogéneos. Con mayor motivo para las federaciones comarcales y las confederaciones regional es cuya heterogeneidad era corregida y aumentada.

El problema de la técnica y las actividades relacionadas con esta técnica no iban más allá del sindicato y aun a veces quedaban reducidas a las secciones específicas en que estaba dividido el sindicato. El concepto de metalurgia y construcción es general y, si se quiere, abstracto; no así el de cerrajero, fundidor, albañil, ladrillero. Estos se agrupaban en las secciones sindicales.

De lo que se sigue que de los sindicatos hacia arriba la C. N. T. era una organización eminentemente política (política, bien entendido, de la antipolítica), social (agitación social) y revolucionaria (insurreccional). Los diversos sindicatos de una misma industria desparramados por España, aunque confederados, en lo técnico, económico y profesional eran compartimentos estancos.

La modalidad que se proponía consistía en federar nacionalmente cada sindicato de la misma industria, digamos federalismo horizontal con respecto al vertical (político-insurreccional) existente de antiguo, que subsistiría. Esta nueva estructura perseguía dos fines: una mejor adaptación al terreno de la lucha cotidiana para los logros inmediatos y una preparación técnico-profesional administrativa con vistas a objetivos revolucionarios constructivos de largo alcance.

Si el sindicalismo se proponía sustituir al capitalismo en la organización de la producción después de derrocarlo, estaba obligada la C. N. T. a tomar sus medidas con antelación para bien llevar a cabo sus responsabilidades futuras. Las federaciones nacionales de industria eran la escuela de preparación técnica, económica y administrativa para los militantes y para los comités de fábrica, futuros gestores de una economía industrial socializada.

Las reservas que se suscitaban, ¿no sería acaso por venir el proyecto del ala moderada? ¿No sería, también, que el español es alérgico a las complicaciones y cree resolverlas dándoles la espalda? Por su psicología, su temperamento y sus reacciones, el sector anarcosindicalista es el más español de España.

Por si fuese poco el frente de guerra abierto entre la C. N. T. y el gobierno central a raíz de la huelga de la Telefónica, un segundo frente quedó inaugurado entre esta misma organización y la Generalidad de Cataluña. La Esquerra, el partido republicano que iba a dominar la autonomía de Cataluña, no perdonaría a la C. N. T. el no dejarse domesticar por ella y el haber mantenido un autonomismo integral frente al autonomismo superficial de las campañas plebiscitarias para el estatuto regional. A mayor abundamiento estaba la crisis abierta en el seno de la C. N. T. desde que acabaron las tareas de su último congreso. En agosto del mismo año los moderados rompieron el fuego con un manifiesto del que, parodiando, se podía decir lo que Dantón de los ojos de Julie: «Tienes hermosos los ojos, ¿pero que hay detrás de ellos? »

En Cataluña la evolución de los acontecimientos políticos tuvo mucho que ver con esta crisis confederal. Hubo estrechos contactos entre sindicalistas y elementos políticos durante la etapa de conspiración antidictatorial y antidinástica. Tales contactos fueron particularmente estrechos en Cataluña, en el seno de los comités conspirativos y en la cárcel. Cuando cayó la dictadura y durante el gobierno de transición del general Berenguer, en los medios anarcosindicalistas se produjeron algunos escándalos. Uno de ellos fue la firma de un manifiesto de «inteligencia republicana» por destacados militantes como Juan Peiró y Pedro Foix. Peiró fue nombrado después director del diario Solidaridad Obrera y Foix de la plantilla de redacción, pero antes tuvieron que retirar sus firmas de aquel manifiesto.

Veamos ahora con algún detalle cómo se planteaba la crisis. Al advenimiento de la República se produjeron dos corrientes interpretativas de los acontecimientos y acción a desarrollar. La que encabezaban Peiró, Clará, Fornells, Massoni, Pestaña y otros 5, que eran líderes sindicalistas por excelencia, chocó con la que representaban García Oliver, Francisco Ascaso, Federica Montseny, Buenaventura Durruti, etc., que representaban la tendencia revolucionaria clásica. La tendencia evolucionista y la revolucionaria a todo pasto se enfrentaron con estrépito. En cierta manera quedaba confirmada la influencia que ejercían sobre ellos los elementos políticos de Cataluña.

5 Pestaña, como se verá más adelante, siguió evolucionando hasta el campo político.

Por razones comprensibles, Companys y sus amigos, que estaban predestinados a ejercer el poder en la futura región autónoma, estaban interesados en hacerse con el poder sindicalista, pues sin este el otro quedaba muy limitado. Companys había sido abogado de la C. N. T. en la época heroica de ésta (1919-1923), cuando la C. N. T. era casi un Estado dentro del Estado. Importaba, pues, ganar a toda costa a la C. N. T., neutralizarla, y si esto no podía ser destruirla para el buen suceso del Estatuto de Cataluña.

Al manifiesto de los «treinta» (por ser treinta los firmantes) habían precedido las primeras escaramuzas entre los sindicalistas y la Esquerra. El primero de mayo de 1931 la C. N. T. celebró un mitin muy importante en el Palacio de Bellas Artes, seguido de una manifestación impresionante. La manifestación degeneró en batalla campal frente a la Generalidad, por haberse empeñado la comisión encargada de someter las conclusiones en penetrar en el palacio con la bandera roja y negra. Un altercado con los «mozos de escuadra», guardia simbólica del que sería pronto el presidente Maciá, se convirtió en tiroteo con otros sectores de la fuerza pública, Hubo muertos y heridos por ambas partes.

Ya sabemos que desde junio estallo la primera batalla entre la C. N. T. y el gobierno (huelga de la Telefónica). En Barcelona el conflicto tomó proporciones de guerra social. Aunque el Estatuto de autonomía no sería aprobado hasta fines de 1932 la Esquerra asumía directa e indirectamente funciones de gobierno. El primer gobernador civil de Barcelona que tuvo la República fue Luis Companys, a instancias de la C. N. T. 6

6 El 14 de abril, al proclamarse la República, en Barcelona los anarquistas se apoderaron del Palacio de la Gobernación, expulsaron de él a  Emiliano Iglesias, que se había autonombrado poncio, e instalaron en su sitio a Luis Companys. Emiliano Iglesias era un adlátere de Lerroux que tenía muy mala prensa en Cataluña a causa de su funesta actuación cuando los sucesos  revolucionarios de 1909.

Los principales «treintistas» fueron desplazados de sus sitiales en periódicos y comités y más tarde expulsados los que no se habían marginado. Lo cual dio lugar a una escisión que produjo la creación de un movimiento propio llamado de «oposición».

En Levante el «treintismo» tuvo un poder considerable. Sus efectivos llegaron a superar a los de la C. N. T. oficial. En Sabadell, ciudad vecina a Barcelona, los sindicatos de «oposición» fueron totalitarios y expulsados cuando virtualmente se habían entregado ya a la política catalanista de la Esquerra. Más tarde estos sindicatos, que habían copado allí el censo confederal, se deslizaron hacia la U. G. T. que en Cataluña sería comunista durante la guerra.

La Esquerra no consiguió, pues, su propósito de hacer de la disidencia su guarda de alabarderos. Fracasó también en el intento de creación de una organización obrera netamente catalana: la Federación Obrera Catalana (F. O. C.), que trató de oponer a los «murcianos».

Como la zorra de las uvas verdes los políticos catalanes de la época motejaban de «murcianos» (procedentes de Murcia) a los componentes de las masas confederales que no podían alcanzar. Ha habido en los políticos españoles la costumbre de denostar a los titulares de doctrinas revolucionarias con el apodo de «extranjeros». El anarquismo, por ejemplo, no sería más que un producto de importación 7. Los nuevos políticos catalanes explotaban la xenofobia más vulgar propagando que la C. N. T. estaba compuesta exclusivamente de muertos de hambre procedentes de las zonas paupérrimas del sur de España. En cabeza de estos inmigrantes estaban los oriundos de Murcia.

7 Véase el, a pesar de todo, magnífico ensayo del padre Casimiro Martí, Orígenes del anarquismo en Barcelona, 1959.

Estos procedimientos tortuosos no avanzaron mucho los propósitos de los mandones de turno, pero agravaron la guerra entre la C. N. T. y la fuerza pública ya catalanizada por la puesta en vigor del Estatuto autónomo. Las acusaciones de Federica Montseny que siguen pueden ser interpretadas como señera de las reacciones pasionales que tal situación provocaba:

«... Por último –escribía– los compromisos contraídos con Maciá por los dirigentes del sindicalismo, con vistas a la aprobación del futuro Estatuto, acaban de perfilar nuestro panorama; una vez Cataluña con el Estatuto, iniciada una política social tolerante con los "buenos chicos" de la C. N. T., pero que "apretará los tornillos"―frase de Companys― a los de la F. A. I., a los famosos "extremistas", siendo calificados de extremistas todos los que no están dispuestos a que la Confederación sea en Cataluña lo que es la U. G. T. en Madrid, y en relación, respectivamente, de los gobiernos de la Generalidad y de la República ... »8 

8 El luchador, Barcelona, 19 septiembre 1932.

Más tarde, por vía de los contactos personales violentos, entraron entraron en liza grupos de jóvenes nacionalistas de Estat Catalá (ala extremista separatista de la Esquerra) que tenían sus cuarteles en los centros o «casals» del partido. Estos grupos («escamots») se insinuaron como fascistas por sus procedimientos: secuestros, apaleamientos, asesinatos, contando con la impunidad más absoluta. Durante los primeros días de la guerra, acompañados de su fobia y resentimientos antianarquistas, estos grupos ingresaron en bloque en el Partido Socialista Unificado (comunista).

Este clima de terrorismo oficial se acentúa con el traspaso a la Generalidad de los servicios de orden público. Hubo entonces hasta una parodia del virreinato de Martínez Anido-Arlegui, que interpretaron el consejero de Gobernación de la Generalidad y el jefe de los servicios de orden público, José Dencás y Miguel Badía respectivamente. Con el tiempo el primero resultó un provocador, pues después de los hechos de octubre de 1934 Mussolini le franqueó la puerta de su feudo. Badía murió a tiros de pistola en vísperas del 19 de julio del 36, al parecer, a manos de vengadores anarquistas.

En el plano nacional, la creación de una fuerza represiva, la guardia de asalto, no intimidó a los anarquistas. Las huelgas se multiplicaban con el desespero del ministro de la Gobernación. Contra lo que podría creerse, muchas de estas huelgas no tenían fines materiales, sino morales. Una de las huelgas más heroicas de este período republicano fue la de Duro-Felguera de Asturias, declarada por la C. N. T. contra el despido sin indemnización ni pensión de unos obreros de edad avanzada. La huelga afectó a casi toda la población y fue mantenida durante nueve meses merced a la solidaridad. Los hijos de los huelguistas se los disputaban las familias cenetistas de toda España. Un caso similar ocurrió en Zaragoza en ocasión de la mayor de sus huelgas generales. Las autoridades catalanas llegaron a impedir la entrada en Cataluña de una caravana que transportaba los niños de los huelguistas. Hubo muertos como resultado de los incidentes. En 1933 había en las cárceles 9.000 afiliados a la C. N. T.

Sobre las carnicerías que ocasionaba la guardia civil ha escrito Miguel Maura: «Ni su armamento ―el tradicional máuser, de largo alcance y de un manejo lento― ni el uniforme del cuerpo, ni su rígida disciplina, podían adaptarse a las luchas callejeras y a la  labor preventiva en las ciudades. Cada vez que intervenía era inevitable que el número de bajas fuese elevado, dado su armamento y su obligado modo de proceder. Tras los tres toques de atención reglamentarios, si eran agredidos, habían de disparar en legitima defensa y los fusiles hacían inevitablemente una carnicería en las filas de los revoltosos... Tan pronto como Angel Galarza estuvo al tanto de su misión en la Dirección General de Seguridad, planeamos juntos la creación del nuevo cuerpo de policía armada, al que desde el principio acordamos dar el nombre de Guardia de Asalto. Galarza se puso en contacto con el coronel del ejército Muñoz Grandes, hombre capaz y organizador excepcional, y éste aceptó la misión de ser el creador del cuerpo que proyectábamos» 9. Habrá que añadir que la guardia de asalto estuvo dotada muy pronto de arma larga, ametralladoras, bombas de mano y carros blindados. Sólo le faltaba la artillería pesada.

9 Miguel Maura: Cómo cayó Alfonso XIII, México, 1962, p. 274.

El proceso de esta rigidez gubernamental se quiere justificarlo por el aumento de la agresividad anarquista: «Por su parte, la Confederación Nacional del Trabajo (...) integrada por elementos anarquistas y anarquizantes de la masa obrera, tampoco disimulaba su decepción por el tono moderado de la revolución que ellos habían previsto desbordar y rebasar apenas iniciada. Al mes de proclamada la República, el ala izquierda  iba a dar comienzo a sus ataques que durarían sin interrupción apreciable hasta la última hora del régimen, facilitando con ello la propaganda y la preparación de las fuerzas de derecha» 10

10 Id., p. 240.

No es menos verdad que desde que se inició la crisis de la monarquía se tuvo la intuición por los anarquistas de que ciertas posturas republicanas de última hora no tenían quizá otro móvil que salvar desesperadamente de la quema que era la República los mismos privilegios, las mismas iniquidades que había venido encarnando el régimen monárquico. Había que procurar a todo trance que la República diese a estas iniquidades seculares una segunda virginidad. Al afirmar esto, la prensa anarcosindicalista apuntaba, entre otros, a Miguel Maura y a Alcalá  Zamora. El primero de éstos ha confesado que al proclamarse republicano se había planteado la situación en los siguientes términos:

«El problema que se nos planteaba era el siguiente: La monarquía se había suicidado y, por lo tanto, o nos incorporábamos a la revolución naciente, para defender dentro de ella los principios conservadores legítimos, o dejábamos el campo libre, en peligrosísima exclusiva, a las izquierdas y a las organizaciones obreras 11

11 Id., íd., p.48.

Por su parte, Alcalá Zamora, en el discurso en que colgó los hábitos de monárquico, también era categórico:

«Una República viable, gubernamental, conservadora, con el desplazamiento consiguiente hacia ella de las fuerzas gubernamentales de la mesocracia y la intelectualidad española, la sirvo, la gobierno, la propongo y la defiendo. Una República convulsiva, epiléptica, llena de entusiasmo, de idealidad, mas falta de razón, no asumo la responsabilidad de un Kerenski para implantarla en mi patria.»

Los anarquistas, que aspiraban indudablemente a algo más que una República conservadora y «civilera» de todas clases, no tardaron en pasar de la guerrilla que eran las huelgas al ciclo de las insurrecciones.


 

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