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VIII

LA MAREA REVOLUCIONARIA

 

Una vez terminados los hechos episódicos de barricadas, en plena tarea de depuración de la retaguardia y de reajuste de los organismos de dirección, planteóse uno de los problemas de mayor trascendencia: la puesta en marcha de la máquina económica que había quedado atascada como consecuencia de la reacción popular contra la sublevación castrense. Cataluña, por sus condiciones especiales, y por la participación que en los hechos habían tenido los anarquistas, permite estudiar los acontecimientos revolucionarios constructivos mejor que otra región. El movimiento popular había tomado allí carácter de revolución social.

Ya hemos visto que como primera medida, la C. N. T., ante el golpe fascista, había declarado la huelga general revolucionaria. Los trabajadores habían abandonado las herramientas de trabajo para empuñar el fusil. La producción había quedado paralizada. Pero al acabar la lucha callejera los anarquistas no podían olvidar una de las premisas revolucionarias de sus grandes teóricos: al día siguiente de la revolución la primera medida consiste en dar de comer al pueblo. Un pueblo revolucionario hambriento estará siempre a merced de cualquier aventurero demagógico (Pedro Kropotkin: La conquista del pan).

Así, pues, la primera medida de los revolucionarios fue organizar la distribución de los artículos alimenticios de primera necesidad. Los primeros organismos de la revolución fueron los llamados Comités de Abastos (de distribución de alimentos). Estos Comités nacieron en los barrios. Cada barriada era un campamento. Quienes las guarnecían no abandonaban las armas. Los militantes, dada la tensión nerviosa, habían perdido hasta la noción del sueño. No habían podido cerrar los ojos desde que habían empezado a cundir los primeros rumores sobre el golpe de Estado militar. Muchos no se acercarían a sus domicilios durante cinco o seis días, cuando sus familiares ya desesperaban de que estuvieran con vida.

En las mismas barricadas se organizaron los primeros comedores comunales. Los alimentos se tomaban sin requisitos de las tiendas de los alrededores. Estos actos de expropiación se llamaban «requisas». Los Comités de Abastos nacieron así. Antes que la producción se había reorganizado la distribución. En Barcelona, cuando todavía se oían tiros por las calles se formó el primer Comité de Abastos; pero en las barriadas extremas se habían ido formando simultánamente. Estos Comités concentraban en grandes almacenes productos de los comercios particulares. Los comercios mismos seguían funcionando y los Comités de Abastos se encargaban de proveerlos. Los equipos móviles de los Comités de Abastos recorrían las huertas cercanas a la ciudad y los pueblos de la región, llevando a cabo requisas y realizando intercambios. De estos Comités partieron las primeras medidas de distribución y de racionamiento. Por ejemplo, ciertos artículos, como leche, carne de gallina y huevos, eran reservados para los hospitales de sangre y otros. En los primeros eran atendidos los heridos caídos durante la refriega. También tenían prioridad los niños, los viejos y las mujeres. Al principio se puso en práctica un sistema de intercambio libre con los proveedores: artículos industriales contra alimentos, sin valoración estricta. Las requisas se efectuaban también por medio de «vales» o recibos extendidos sin formulismo legal que el comerciante o proveedor «requisado» archivaba celosamente, sobre todo desde que el gobierno de la Generalidad declaró responsabilizarse de su cancelación en numerario. La Generalidad se había apresurado a incautarse de los establecimiento bancarios, y había bloqueado las cuentas corrientes de los suspectos o convictos de colaboración con el enemigo. Los anarquistas dejaban hacer, pues en aquellos momentos de entrega generosa a la revolución no daban importancia al dinero. El papel-moneda que requisaban por su cuenta en las iglesias, conventos o mansiones de los poderosos era entregado desdeñosamente a los comités antifascistas o al mismo gobierno. Los billetes ardían a veces en el mismo montón junto con imágenes religiosas, títulos de propiedad, acciones industriales, bonos del Tesoro, etc. Él dinero «requisado» en los palacios episcopales se rescataba con vistas al comercio exterior. Las organizaciones comprendieron pronto que necesitaban armarse y se reservaban dinero incautado para adquirir en el extranjero elementos de combate, sobre todo cuando fue patente la desatención del gobierno central a este respecto.

A las requisas siguieron las incautaciones de edificios donde alojar convenientemente a los Sindicatos, siguiendo aquí la pauta de los organismos oficiales. Ya hemos aludido a la incautación de los Bancos por el Estado. Igualmente quedaba incautada la riqueza artística, con vistas a la protección, a su puesta a recaudo en el extranjero o a su conversión en material bélico. Esta actividad fue casi exclusivamente oficial, pero intervinieron las organizaciones revolucionarias con gran sentido de responsabilidad. Se daban pocos casos de rapiña, y los pocos eran sancionados implacablemente por reacción espontánea o normativa de los Sindicatos.

El 28 de julio la Federación Local de Sindicatos de Barcelona, según acuerdo de una reunión plenaria celebrada el día anterior, daba por terminada la huelga general y aconsejaba a los trabajadores que se reintegraran a las fábricas y servicios habituales. Quedaban exentos los componentes de las milicias armadas y los retenidos por sus funciones en los organismos revolucionarios. Cada Sindicato se apresuró a cumplimentar el acuerdo. La máquina económica volvía a funcionar, pero esta vez bajo la gestión directa de los Sindicatos. Aunque el comunicado de la Federación Local no especificaba de qué forma había que reemprender la producción, y sólo señalaba que debían quedar paralizadas las industrias no indispensables y dar prioridad a la fabricación de pertrechos de guerra (esto bajo la incautación del Comité Central de Milicias Antifascistas de Cataluña), los obreros, al reintegrarse a los centros de producción se incautaron de los mismos con un amplio sentido revolucionario en lo económico. Facilitaba esta expropiación el que muchos de los propietarios y patronos habían abandonado sus establecimientos, por haberse ocultado o haber huido al encuentro del enemigo. Otros estaban presos y no pocos habían sido ejecutados en pago de viejas cuentas pendientes con el proletariado.

La colectivización de los centros de producción incautados fue acto más bien espontáneo de los trabajadores de la C. N. T. A los que acababan de arriesgar sus vidas en las barricadas se les hacía difícil volver a las fábricas en las mismas condiciones que las habían abandonado. En estas fábricas incautadas, sobre las que flotaba la bandera roja y negra de la C. N. T., se formaron instantáneamente Comités de empresa por los mismos trabajadores y técnicos de buena voluntad, quienes se esforzaron en asegurar la producción o el funcionamiento eficaz de los servicios.

Los sindicatos de la C. N. T. estaban organizados industrialmente desde 1918, y a partir de 1931 se trabajaba para la formación de Federaciones Nacionales de Industria. Esta preparación facilitó su acoplamiento a las necesidades revolucionarias. Los centros de producción de una industria constituían empresas que el sindicato respectivo enlazaba entre sí. Cada empresa burguesa incautada se convertía en una explotación colectiva que reglan los obreros y técnicos más capacitados por acuerdo de todos los trabajadores reunidos en asambleas en los mismos lugares de producción.

Las incautaciones de los centros de producción habían precedido a la consigna (de los comités) de «fin de la huelga general y vuelta al trabajo». En cuanto al servicio de transporte urbano se hizo pública su incautación el 25 de julio. En los servicios de agua, fuerza motriz y alumbrado la incautación de las centrales fue el 26 del mismo mes. En realidad no llegó a faltar ese suministro. En la misma fecha se pronunciaron los metalúrgicos. Lo que prueba que la posesión de los centros industriales fue decisión unánime desde que cesaron los choques en la vía pública. Los ferroviarios hicieron pública su decisión colectivista sobre las estaciones, redes y trenes el 21 de julio. Las estaciones habían sido fortines estratégicos en los que se había hecho fuerte el enemigo. Para comprender el significado de estas fechas se recordará que el último baluarte de la facción (el cuartel de Atarazanas) fue reducido el 20 de julio.

La incautación de las empresas de capital extranjero presentó inconvenientes. Finalmente hubo que renunciar a la incautación y se procedió al «control obrero». Dicho control se extendía a las cuentas corrientes de estas empresas. La empresa controlada no podía retirar su numerario de los Bancos sin previo visto bueno del Comité de Control que vigilaba sus operaciones. Se impuso a dichas empresas el despido de altos empleados que se habían significado por sus desafueros con los obreros, y que pudieran sabotear la producción desde sus altos puestos. En muchas de estas empresas extranjeras tenía participación el capital español, tales Sales Potásicas Españolas y Sociedad Española de Construcciones. En este caso los trabajadores procedían a la incautación sin otros miramientos. Ello dio lugar al interminables protestas de las autoridades consulares y diplomáticas.

Las industrias de tipo monopolista, como la CAMPSA (filial de los magnates internacionales del petróleo), también fueron incautadas. Muchos monopolios se habían instaurado durante la dictadura de Primo de Rivera. Entre las fincas urbanas incautadas figuraba la sede del Fomento del Trabajo Nacional (plutocracia catalana). Allí se había incubado el «pistolerismo» anticonfederal en tiempos de Martínez Anido y su socio Arlegui. El Sindicato de la Construcción se apoderó del edificio, así como del contiguo que era el domicilio de don Francisco Cambó, líder de la reacción patronal catalana. El grupo quedó convertido en «Casa C. N. T. - F. A. I.» o sede de los Comités Superiores de la C. N. T., la F. A. I. y las Juventudes Libertarias en Cataluña.

La colectivización tomó en algunas industrias proporciones amplias, pues rebasaban el marco local. Se extendieron por la región y abarcaron algunas veces desde las fuentes de materias primas a la manufacturación. A este género de colectivización se le llamaba «industria socializada». Una empresa de este tipo la emprendió el Sindicato de la Madera de Barcelona. Abarcaba esta colectividad desde la explotación de los bosques madereros a las fábricas y tiendas de venta. Los pequeños talleres tradicionales fueron fundidos para formar grandes fábricas llamadas «talleres confederales», con lo que se obtenía el máximo rendimiento de las máquinas y de la mano de obra. Este procedimiento permitía también el máximo desarrollo técnico-profesional.

Otra socialización de este tipo fue la industria de la panificación. Como en toda España, en Barcelona se elaboraba el pan en centenares de pequeñas panaderías (tahonas), que eran especie de cuevas subterráneas, húmedas y tenebrosas, vivero de ratas y cucarachas. El trabajo era nocturno. Estos antros antihigiénicos fueron abandonados y se intensificó la producción en los hornos más modernos, bien utillados y aireados, los que fueron perfeccionados o eran de nueva construcción.

De tipo similar fue la colectivización de la red ferroviaria que abarcaba a Cataluña y Aragón. Las incautaciones de industrias o servicios se realizaban algunas veces por la C. N. T. y la U. G. T. Esta organización era arrastrada a la audacia revolucionaria. A los patronos expropiados, si no tenían cuentas pendientes con el proletariado, se les mantenía en los lugares de producción como trabajadores o como técnicos. Gozaban entonces de los mismos derechos y deberes que sus compañeros de trabajo.

Las industrias que dependían del mercado exterior o estaban sometidas al régimen de materias primas de difícil acceso, tuvieron muchas dificultades. El gobierno autónomo controlaba las divisas y el gobierno central los tratados de comercio. La mayor parte del capital de la industria pesada era de signo extranjero, y el capitalismo internacional se solidarizaba muy estrechamente con los accionistas desposeídos. Estos o sus centrales situadas en el extranjero intrigaban cerca de los gobiernos democráticos y maniobraban con sabotajes y embargos de materias y mercaderías.

Bastante favorecida en yacimientos minerales, España no había sabido acrecentar su poder económico-financiero con vistas a una independencia industrial. La misma explotación del subsuelo estaba en manos de concesionarios extranjeros. El capital extranjero se había empleado a fondo en las principales explotaciones: belga, en las minas asturianas; francés, en las de Peñarroya; inglés, en las de Riotinto. Las concesiones se obtenían a bajo precio y en pocos años los inversionistas triplicaban el capital. España se beneficiaba poco con las extracciones de su mineral, realizadas con mano de obra barata y exportadas en bruto por los explotadores a sus países de origen. Los caminos de hierro habían sido encomendados a empresas extranjeras allá por el reinado de Isabel II. Pero el Estado español se había reservado el trazado. Se comprenderá el motivo si se tiene en cuenta que la empresa constructora indemnizaba a razón de doscientas mil pesetas el kilómetro a los propietarios por cuyos dominios tenía que pasar el ferrocarril. Resultó, pues, un trazado tortuoso, dilatadísimo y antieconómico. La misma Reina Isabel II hizo cambiar el emplazamiento previsto para la estación madrileña. El ferrocarril pasarla así por varias de las propiedades reales. El transporte por ferrocarril había de resultar caro y tardío. El moderno transporte por carretera acabó por arruinarlo.

La industria típicamente española, como la textil catalana, había sido montada con capitales familiares, y estuvo pendiente del proteccionismo arancelario, pues los tejidos-laneros de Barcelona y Sabadell no podían competir con los paños ingleses.

Se comprenderá fácilmente que la revolución hubo de chocar de inmediato con los tiburones del comercio internacional. Se repetían las reclamaciones consulares y barcos de guerra ingleses insinuaban movimiento frente a Barcelona. La C. N. T. tuvo que humillarse a publicar una lista de 80 firmas extranjeras inmunizadas. Figuraban en la nómina comercios, fábricas, compañías y hasta iglesias anglicanas. Entre aquéllas, Riegos y Fuerza del Ebro (La Canadiense), Sales

Potásicas de Suria, etc. Pero las moderadas recomendaciones de los comités no fueron siempre atendidas por los sindicatos y mucho menos por los militantes revolucionarios. Esta insubordinación produjo perjuicios a la guerra, pero quedó como ejemplo perdurable jamás alcanzado por otra revolución.

Las colectivizaciones se incrementaron espontáneamente al poner fin a la huelga general y reintegrarse los trabajadores a los centros de producción. Los sindicatos se hicieron eco y estudiaron ampliamente el fenómeno en sus reuniones o plenos. Un pleno de la Federación Local de Sindicatos de Barcelona, celebrado a primeros de agosto, trató de canalizar el movimiento colectivizador. Por los mismos días un pleno de grupos anarquistas del mismo lugar declaraba: «La economía burguesa, en quiebra total, y la democracia, fracasada política y socialmente, carecen ya de soluciones propias. Y las organizaciones obreras, particularmente la C. N. T., así como el movimiento anarquista, deben aprestarse a toda una obra de reconstrucción económica que habrá de ir desde la colectivización hasta la socialización de las tierras, de las minas y de las industrias».

Para las empresas que, por diferentes razones, no era posible colectivizar, regía el Control Obrero. El cual consistía en vigilar estrechamente los movimientos de la dirección patronal, en el doble aspecto de fiscalización y de información. Los Comités de Control, instalados en esas fábricas, anexos al personal administrativo, querían conocer el estado económico de la empresa. Se asesoraban del verdadero valor de los productos en el mercado de venta; se informaban de los pedidos y del costo de las materias primas; asimismo de todas las transacciones correspondientes. Indagaban sobre la maquinaria y su amortización, el importe y valor de la mano de obra, la cuantía de los impuestos, el pasivo y el activo, vigilaban los fraudes al fisco y con mayor atención el sabotaje contrarrevolucionario.

La aplicación del Comité de Control era a veces como una fase previa al acto de incautación. Es decir, una especie de compás de espera para la formación técnico-administrativa, tras el cual el Comité de Control se transformaba en Comité de Empresa colectivizada.

Estas fórmulas de organización revolucionaria de la producción, distribución y administración, eran exportadas a las de mas regiones liberadas, o nacieron espontáneamente en ellas, siempre o casi siempre por influencia del activismo anarquista. La expansión estuvo condicionada por la resistencia de los sectores políticos, que iban de las reservas mentales a la oposición más resuelta. Entre estos elementos de freno destacaba la impermeabilidad del gobierno central, hostil por principio y hasta por naturaleza a la audacia revolucionaria popular. La proximidad de los frentes de combate complicaba los procesos críticos, sobre todo en poblaciones densas como Madrid. Allí se imponía como una necesidad el sacrificio de la revolución al fin supremo de la guerra. De toda evidencia esta necesidad era más ficticia que real. A menudo era un pretexto para impedir el avance a la revolución. Las maniobras políticas y la pugna suicida por la hegemonía demostrarían pronto la doblez de la consigna de moda: «Antes que todo, ganar la guerra».

En la zona liberada del Norte (Asturias, Santander y Vizcaya, pues Guipúzcoa y Alava se perdieron pronto) el mayor dramatismo de la guerra, la angustiosa necesidad de la defensa militar a ultranza, se sobrepusieron a las realizaciones revolucionarias. En Bilbao, los nacionalistas vascos hicieron sentir en todo momento su aplastante influencia. Políticamente se daba en la región vasca una conjunción liberal-conservadora y nacionalista-confesional. El nacionalismo de los vascos era tal vez más radical que el que se manifestaba en Cataluña. Tenía visos separatistas bastante acusados.

Durante los primeros años de la República los Ayuntamientos vascos habían elaborado un proyecto de Estatuto de Autonomía en el que englobaban la provincia navarra. Navarra había venido siendo el foco tradicional de la monarquía absoluta y el campo de batalla de las guerras carlistas que habían ensangrentado medio siglo XIX, Los navarros, de origen vasco-aragonés, que se habían mantenido fieles a las tradiciones absolutistas, retiráronse airados del movimiento de autonomía.

En julio de 1936 el nacionalismo de los vascos fue determinante en la actitud que adoptaron frente a la insurrección militar. Esta no disimuló desde el primer momento sus intenciones con respecto a los Estatutos de Autonomía, que entendía como desgarramiento de la patria. El papel de los navarros en la sublevación no hizo dudosa la alternativa de los vascos. Por otra parte, el gobierno republicano se había apresurado a quemar las etapas de la autonomía vasca, cuyo Estatuto discutían las Cortes al estallar la sublevación militar.

El auge que tomó el partido nacionalista en aquella zona del territorio liberado, si bien arrebató de las uñas fascistas una porción importante de su pretendido botín, se opuso, en cambio, a toda veleidad revolucionaria. Apenas se produjeron allí otras incautaciones que las oficiales del gobierno autónomo. Las realizadas por los focos extremistas vivieron a precario y los avatares militares las hicieron efímeras en Guipúzcoa.

Como buenos católicos, los vascos respetaron e hicieron se respetaran los establecimientos y templos del rito católico. En verdad el clero vasco no participa de la cerrazón que aflige a la clerecía española en general. Como, dato complementario señalaremos que Vizcaya es el segundo foco industrial español y el primer centro sidero-metalúrgico peninsular. La industria pesada bilbaína era una especie de feudo del capitalismo inglés.

En los medios industriales de Asturias las realizaciones revolucionarías sobre las que se tienen escasas noticias documentales parecen haber quedado reducidas al control por las dos grandes centrales sindicales, C. N. T. y U. G. T. Esta era allí tradicionalmente mayoritaria. En los Comités de Control ambas organizaciones estaban representadas en forma paritaria. La presidencia, no obstante, la ejercía el sector obrero mayoritario, y en casos de empate su voto dirimía la cuestión. Los componentes de estos comités tenían que haber pertenecido a la respectiva organización antes del 19 de julio de 1936. Los cargos no eran retribuidos y había que desempeñarlos después del trabajo ordinario realizado en las fábricas o en las minas. Quedaban exceptuados los casos de extrema necesidad. La función de estos Comités de Control estaba definida en un documento firmado entre la C. N. T. y la U. G. T. en enero de 1937.

«Los Comités de Control —dice el documento en cuestión— son esto: Comités de Control. C. N. T. - U. G. T. se comprometen a popularizar entre sus afiliados la misión de estos Comités de Control, que no es de dirección ni de absorción de funciones de los cuerpos técnicos de dirección y administración. Su papel principal es el de colaboración con la dirección; ayudar a la dirección aportando toda clase de iniciativas y sugerencias, velando por el exacto cumplimiento de la producción, en cuya organización informarán, denunciando ante la dirección las anomalías y defectos para corregirlos y superar las condiciones de trabajo y rendimiento. Estas mismas obligaciones que se especifican las ha de tener también la dirección, administración y cuerpos técnicos para con los Comités de Control.»

Compárese esta definición de la misión de control con la anteriormente dada con respecto a los mismos organismos en Cataluña y se verá que en los asturianos la influencia socialista era evidente.

La colectivización, en Asturias, tuvo efectividad en la industria pesquera, la segunda en importancia en la región. Tanto la pesca de altura como la menor fueron socializadas desde los primeros momentos. También lo fueron las industrias derivadas, como fabricas de conservas de pescado y mercados de contratación y al por menor. La socialización fue por empuje de los sindicatos de pescadores. En las poblaciones del interior se crearon cooperativas de distribución que se federaron en un organismo denominado Consejo de Cooperación Provincial, el cual suministraba a todas las cooperativas.

Durante los primeros meses del experimento no circulaba la moneda entre los pescadores. El suministro familiar se efectuaba mediante la presentación de un carnet de productor y de consumidor. Los pescadores entregaban su mercancía y recibían en cambio estos carnets. Un sistema similar tuvo efectividad en Santander (Laredo), de común acuerdo los afiliados a la C. N. T. y U. G. T.

En Valencia un pleno de Sindicatos Unicos (diciembre de 1936) elaboró unas normas de socialización en las que se analizaba la absurda ineficacia del sistema industrial pequeño-burgués. Decía el documento: «La idiosincrasia de la mayoría de los fabricantes, determinada por la falta de preparación técnico-comercial, les ha impedido llevar su función hasta el último experimento: el agrupamiento de grandes industrias para lograr una técnica mejor y una explotación más racional... Por lo tanto ( ... ) la socialización por nosotros propugnada deberá corregir los defectos de sistema y de organización dentro de cada una de las industrias ... »

He aquí el resumen de lo que se proponían realizar: «Al proceder a la socialización de una industria deberán agruparse todos los esfuerzos de los distintos sectores que componen la rama de indutria en un plano general y orgánico, con lo cual se evitarán competiciones y dificultades de orden sindical que dificultarían la buena organización de la industria socializada. Se enlazarán los organismos de producción y distribución de tal manera que se evite la especulación de elementos ajenos a los intereses de la industria socializada».

Este documento tiene gran importancia en la evolución colectivista. Los trabajadores se daban cuenta de que la colectivización parcial degeneraría con el tiempo en una especie de cooperativismo burgués. Encastillados en su respectiva colectividad las empresas habrían suplantado los clásicos compartimentos estancos y caerían fatalmente en la burocracia, primer paso de una nueva desigualdad social. Las colectividades terminarían haciéndose la guerra unas a otras comercialmente hablando, con tanto ahinco y mediocridad como las antiguas empresas burguesas. Se trataba, pues, de ensanchar la base de la concepción colectivista, ampliarla orgánica y solidariamente a todas las manifestaciones industriales en un todo armónico y desinteresado. Este es el concepto de la socialización que estuvo en principio en la mente de los anarquistas y sindicalistas influyentes y cuya expansión habría de obstaculizar y cercenarla el marasmo político, estatal y militar que se producirla muy pronto.

El aspecto salarial se resintió también de la presión constante de las circunstancias político-militares. Tras unos primeros intentos de abolición monetaria y del salariado, en general primó la tendencia hacia el sistema de salario familiar. Para mejor explicar esta corriente, que se iba manifestando simultáneamente en muchos lugares, transcribimos parte del dictamen de un pleno de Sindicatos de la región valenciana celebrado en noviembre.

Tomada como base el individuo como consumidor «sin distinción de raza, profesión o sexo». Se establecía el carnet familiar donde constaba el número y edad de los familiares. La cuantía económica del salario se señalaba por los consejos locales de economía con arreglo a los precios de los artículos de consumo vigente en la localidad. La base del salario quedaba definida de la siguiente manera:

«La base del salario familiar será señalada con arreglo a las necesidades de un individuo, que debe ser el cabeza de familia, y previo este señalamiento, será aumentado el salario en un 50 por 100 por el primer familiar que tenga más de 16 años y en un 25 por 100 por cada familiar menor de dicha edad.»

El sistema no era obligatorio para las socializaciones que hubieran suprimido la moneda como signo de cambio y que utilizaban un salario de especie.


 

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