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II

 

Historia de la revolución en España. — El centralismo político. — Las organizaciones  obreras. — La primera República se entrega a la monarquía. — La segunda República y su infecundidad.

 

ESPAÑA vive todavía, hemos sido testigos de una de sus epopeyas de vitalidad, y por eso solo  tenemos fe en su porvenir. Durante cerca de cuatro siglos se ha probado todo lo imaginable para destruir las fuentes de su existencia, y nuestra historia, a partir de la unificación nacional con los Reyes Católicos, es un martirologio de la libertad raramente interrumpido por breves períodos de resurrección, de acción popular, de reconstrucción del viejo hogar ibérico tolerante y generoso. Ninguna otra nación, ningún otro pueblo habría podido soportar, sin sucumbir, lo que ha soportado España en la lucha secular entre las dos mentalidades, las dos direcciones cardinales inconciliables de su desarrollo: la revolución y la reacción, el progreso y el obscurantismo. ¿Hay dos Españas dos razas de españoles que no caben en la Península?

Esas dos Españas no se identifican por los términos corrientes y en boga de izquierdas y derechas, liberales y conservadores; muy a menudo vemos en unas y en otras las mismas contradicciones, la misma repulsión interna, las aspiraciones más contrarias. La guerra civil española tiene raíces más hondas, y muchas veces quizás pueda señalarse más afinidad entre lo que parece a primera vista inconciliables que entre lo que se manifiesta ostensiblemente en campos antagónicos. ¿No estaremos sufriendo todavía la incompatibilidad de la sangre y de la mentalidad que ha entrado en España por los Pirineos, con lo que tenemos de africanos, en sangre y en alma? ¿No estaremos sirviendo todavía de actores inconscientes de una contienda histórica,  geográfica, política y cultural de dos mundos que no se han podido fundir en una síntesis nacional? ¿No hará falta un crisol que nos funda y nos aune o un análisis que nos separe y nos defina, para llegar algún día, una vez  perfectamente 

Cuando la masonería se organizó en Europa, entró por los Pirineos en España y tuvo en nuestro territorio sus adeptos, su organización y hasta el reflejo de sus rivalidades internas, con su rito escocés y su rito reformado. En oposición a esas ideologías y formas importadas de organización secreta, se constituyó la Confederación de los comuneros, hijos de Padilla, organismo nacional, influenciado por la época, pero en reacción contra los exotismos de los ritos importados. Masones y comuneros pugnaban por una nueva España de justicia y de libertad, pero la incompatibilidad era insuperable. ¿Cuestión de rivalidad o fruto de esas dos Españas a que aludimos?

De las grandes corrientes del pensamiento social moderno, representadas en nuestro país, una ha permanecido ideológicamente ligada a Europa ― el marxismo, el comunismo ―, y la otra, la tendencia libertaria, se ha desarrollado como entidad profundamente nacional, mucho más de lo que ella misma habría querido confesarse antes del 19 de julio de 1936. La contradicción entre esas dos manifestaciones del socialismo es completa, y la fusión es tan difícilmente accesible como la de las fuerzas de la reacción y las de la revolución en tanto que tales. Si nosotros hemos propiciado un pacto de no agresión entre esas dos ramas antagónicas del socialismo, siempre hemos puesto por premisa que cada una habría de conservar sus características y su autonomía. Buen acuerdo, pero nunca una fusión.

Lo mismo que hay incompatibilidad entre las fuerzas que se declaran progresivas, las hay entre las que se declaran regresivas y claman, como 1823, después de la invasión de los cien mil hijos de San Luis al mando de Angulema: ¡Vivan las cadenas y muera la nación! También en esa otra clase de españoles, que combaten por nacimiento, por educación, por el ambiente en que se han desarrollado, etc. al otro lado de las barricadas, hay reminiscencias temperamentales de la tradición ibérica que, en determinados momentos se vuelve por sus fueros y hace aparecer en nuestra historia tipos contradictorios en su conducta y en sus ideas ¡Trágico destino el nuestro en esa lucha de dos mundos, de dos herencias que luchan por sobrevivir en nuestro suelo: Europa y África, tomando por instrumentos y por banderines a liberales y a ultramontanos, a constitucionalistas  y a absolutistas, a republicanos y a monárquicos, a falangistas y a faístas!

El exterminio de los vencidos temporalmente no se ha podido llevar nunca al extremo, porque entre los vencedores, más tarde o más temprano, ha vuelto a resurgir el iberismo,  como un caballo de Troya,  y ha debilitado lo europeo, ahora el fascismo totalitario, que no escapará tampoco a esa ley. En el mismo seno del fascismo vencedor de esta hora resurgirá lo español del bando vencido y, mientras por un lado los europeistas de la derecha y los de la izquierda se reconocerán hermanos, los que llevan otra sangre y otro espíritu, desde los polos más opuestos, sabrán identificarse para defender la causa eterna de la libertad española.

De la beligerancia de esas dos Españas, de esas dos herencias históricas han brotado algunos intelectuales que han pretendido situarse equidistantes de los dos extremos, un Martínez de la Rosa, por ejemplo, con su Estatuto real, o un Manuel Azaña con la Constitución de 1931, condenados de antemano a no satisfacer ni a los unos ni a los otros y a fomentar la guerra civil que pretendían evitar con sus elucubraciones.

El arraigado interés de potencias extranjeras en no consentir una verdadera y amplia resurrección de España, por el temor a su potencia económica posible y a su posición estratégica, ha contribuido siempre a mantener nuestra decadencia, en unos casos interviniendo militarmente — la Francia de Chateaubriand —, en otros propiciando la no-intervención — la Francia de León Blum. Quizás esta guerra europea acabe con la primacía de todas esas potencias, democráticas o totalitarias, enemigas de una España dueña de sus destinos, y, sin su intromisión en nuestras cosas internas, la influencia europeizante cese de dividirnos, volviendo a ser, si no el comienzo de Africa, por lo menos el puente natural de la europeo y lo africano, más ligados a lo africano que a lo europeo, como nos lo indica la historia, la etnografía y la geografía.

No tenemos ningún punto de contacto con los nacionalismos, pero somos patriotas del pueblo español, y sentimos como una herida mortal toda invasión extranjera, en tanto que fuerzas militares o en tanto que ideas no digeridas por nuestro pueblo. Se llaman tradicionalistas justamente los que menos se apoyan en la tradición española, los partidarios de las monarquías importadas, Austrias o Borbones, los partidarios del catolicismo romano, y nos presentan como antiespañoles a los que reivindicamos lo más puro y más glorioso de la tradición ibérica. Si hay tradicionalistas en España, los que van a la cabeza de la tradición somos nosotros, que no vemos para nuestros viejos problemas mas que soluciones españolas, tan lejos del comunismo ruso, como del fascismo ítalo-germánico o del fofo liberalismo francés. De ahí nuestro aislamiento y nuestra hostilidad frente a partidos y organizaciones llamados de izquierda que reciben sus consignas o sus ideologías de malos plagios europeos; tan aislados y tan hostiles hemos estado ante ellos, en el fondo, como si se tratase de aquellos a quienes habíamos declarado la guerra. Unos y otros nos parecían, en tanto que partidos, tendencias, extranjeros en España (1).

(1) Hemos tropezado, en cambio entre los vencidos por nosotros, ejemplares de españoles auténticos, que sabían morir con la misma entereza que han muerto en manos de Carlos V, los Padilla o los Maldonado, o los Riego, Mariana Pineda o Torrijos en manos de Fernando VII, o los Fermín Galán y García Hernández en manos de Alfonso XIII. Hombres que luchaban y morían por una causa que creían salvadora para España. Reconocíamos en tantos enemigos condenados por nuestros Tribunales verdaderos hermanos nuestros, y en cambio veíamos con desconfianza y con repulsión a muchos que estaban con nosotros, que decían sostener nuestras ideas. Espectáculos de esos fueron los que nos han hecho clamar, a los pocos meses del 19 de julio, contra las penas de muerte, quizás la única voz que se ha hecho sentir en aquel torbellino, en toda España; pero estamos seguros de que no hemos sido los únicos en pensar y en sentir lo mismo. ¿Qué ganaba España con matar de un lado y de otro a los mejores de sus hijos, convencidos de un lado y de otro de las barricadas de sostener la mejor bandera para el bienestar y la prosperidad del país? Véase un testimonio de esas manifestaciones contra las penas de muerte y las cárceles en el apéndice a la traducción inglesa del libro nuestro Aíter the Revolution, (Green Publisher, New York, 1937).

En todas las guerras civiles españolas se han formado arbitrariamente los bandos beligerantes, y se han combatido a muerte muchos que habrían debido ponerse de acuerdo sobre su calidad de españoles, sobre su moral inatacable, sobre sus aspiraciones finales idénticas. Es conmovedor el respeto y el cariño de un Zumalacarregui, carlista, hacia su adversario Mina, y se conservan en la historia testimonios de admiración hacia un general Diego León, absolutista fusilado después de un proyecto descalabrado, de parte de sus mismos adversarios, los que hubieron de condenarle. Se han mezclado, y generalmente, han dirigido las contiendas, a un lado y otro de los beligerantes, los que menos tenían que ver con la verdadera España espiritual y que habrían podido, dejando a un lado pequeños intereses particulares, marchar en perfecta armonía.

A pesar de la diferencia que nos separaba, veíamos algo de ese parentesco espiritual con José Antonio Primo de Rivera, hombre combativo, patriota, en busca de soluciones para el porvenir del país. Hizo antes de julio de 1936 diversas tentativas para entrevistarse con nosotros. Mientras toda la policía de la República no había, descubierto cuál era nuestra función en la F. A. I., lo supo Primo de Rivera, jefe de otra organización clandestina, la Falange española. No hemos querido entonces, por razones de táctica consagrada entre nosotros, ninguna clase de relaciones. Ni siquiera tuvimos la cortesía de acusar recibo a la documentación que nos hizo llegar para que conociésemos una parte de su pensamiento, asegurándonos que podía constituir base para una acción conjunta en favor de España. Estallada la guerra, cayó prisionero y fué condenado a muerte y ejecutado. Anarquistas argentinos nos pidieron que intercediésemos para que ese hombre no fuese fusilado. No estaba en manos nuestras impedirlo, a causa de las relaciones tirantes que manteníamos con el gobierno central, pero hemos pensado entonces y seguimos pensando que fué un error de parte de la República el fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera; españoles de esa talla, patriotas como él no son peligrosos, ni siquiera en las filas enemigas. Pertenecen a los que reinvindican a España y sostienen lo español aun desde campos opuestos, elegidos equivocadamente como los más adecuados a sus aspiraciones generosas. ¡Cuánto hubiera cambiado el destino de España si un acuerdo entre nosotros hubiera sido tácticamente posible, según los deseos de Primo de Rivera!

Había un sólo medio de convivencia de esas dos razas eventuales que pueblan nuestro territorio: la tolerancia: pero la tolerancia es, desde hace varios siglos, desde la introducción de la iglesia católica romana y la invasión de las monarquías extranjeras, un fenómeno desconocido e inaccesible al partido europeizante, de la Santa Alianza ayer, del fascismo y el comunismo hoy. La tolerancia, y la generosidad han estado mucho más en el temperamento español auténtico. Un historiador de nuestro siglo XIX han escrito: "En la reacción está vinculado entre nosotros el terror, que en otros países se ha repartido con la revolución; a la tiranía corresponde el privilegio de reacciones degradantes y atroces, indignas de toda nación que no esté sumida en la más repugnante barbarie: en España el triunfo de la libertad ha sido siempre una amnistía harto generosa" (1).

(1) A. Fernández de los Ríos: Estudio histórico de las luchas políticas en la España del siglo XIX, tomo I, Pág. 153. Madrid 1880.

Cuando la historia deje de ser crónica clásica de los reyes y de los tiranos, es decir, de las clases privilegiadas, y se convierta en la historia del pueblo en todas sus manifestaciones y sentimientos, pocos países ofrecerán la riqueza de heroísmo y de tenacidad que ofrece el pueblo español, desde sus orígenes más remotos, en su pugna permanente por librarse de la esclavitud religiosa, de la esclavitud política y de la esclavitud social. Se podría interpretar la historia de España como una rebelión que ha comenzado con la resistencia a la invasión romana por rebeldes que iban más allá de la lucha política, como Viriato, y que no ha terminado todavía, porque las causas que la motivaban subsisten aun (2).

(2) Jacinto Toryho: La independencia de España, Barcelona, 1938.

Han cambiado los nombres de los partidos, los colores de las banderas, las denominaciones ideológicas; pero el parentesco racial y la esencia del esfuerzo de un Viriato, luchando contra los nobles romanos e indígenas, y un Durruti acaudillando una masa entusiasta de combatientes para libertar a Zaragoza de la opresión militar, es innegable.

Los historiadores oficiales han tenido siempre la preocupación de enmascarar la historia y de hacerla girar, como una noria, en torno a los representantes máximos del poder político, ennegreciendo y envileciendo la memoria de los que enarbolaron, contra ese poder, el pendón de la libertad. Sin embargo, la verdad se sabe abrir paso, y aunque a distancia en el tiempo, los vencidos de Villalar, por ejemplo, brillan mucho más y conmueven mas hondamente a las generaciones que les sucedieron que el recuerdo de sus vencedores. Simbolizaban la lucha de lo nativo, de lo africano, contra la invasión, entonces invasión del absolutismo monárquico, concepción desconocida en la práctica política de un pueblo que trataba de tú a sus reyes y los nombraba para que lo fueran en justicia, y si no, nó, sosteniendo a través de todas las doctrinas el derecho de insurrección y el regicidio contra los tiranos.

Los heroes de la libertad, en todos los tiempos, no tuvieron escribas agradecidos y sumisos que transmitieran su memoria al porvenir y, hasta llegar al socialismo moderno — pasando por alto el hecho que algunas de sus fracciones ha odiado la revolución tanto como a la peste, según la frase del socialdemócrata Ebert — toda rebelión contra la tiranía eclesiástica, principesca, era anatematizada como crimen que solo se purgaba en la horca.

Si un día fuese posible hacer revivir el pasado real de nuestro pueblo, lo haríamos más comprendido y más admirado en el mundo. Lo que se puede relatar de nuestra generación o de las inmediatamente anteriores, no es más que una pequeña muestra de lo que puede decirse de todas las generaciones que han transcurrido desde los tiempos más lejanos.

Nada, nuevo hemos creado los españoles contemporáneos, ni los de la derecha ni los de la izquierda, ni los revolucionarios ni los reaccionarios: no hemos hecho más que seguir una trayectoria que nos habían marcado ya nuestros antepasados y que nosotros reafirmamos para que la continúen nuestros hijos.

Aunque la dominación centralista, siempre liberticida, en las luchas de los últimos cuatro siglos acabó por imponerse en España, la lucha por la libertad no ha cesado un solo momento. No hubo tregua entre las fuerzas del progreso, descentralizadoras, y las fuerzas de conservación y regresión, partidarias del centralismo. Cuando nuestro pueblo ha logrado, por cualquier circunstancia, salir a flote, llevar a los hechos sus aspiraciones y sus instintos, hemos visto restablecer la esencia del viejo iberismo africano, al cual la invasión árabe no 

Se constituyen espontáneamente Juntas locales y provinciales con los elementos populares de más prestigio; esas juntas se federan entre sí y ofrecen en seguida la trama de una federación de repúblicas libres, que marcan luego en las Cortes comunes sus directivas generales. Una confederación de repúblicas fue, en realidad, la que hizo la guerra a Napoleón, y una confederación de repúblicas fue la que, a través de todo el siglo XIX, luchó por la libertad contra el absolutismo. Por la misma senda queríamos sostener en 1936 la bandera del progreso, y de la libertad, pero en esta ocasión las fuerzas centralizadoras — republicanas, socialistas y comunistas — llevaron la escisión al pueblo y lo desviaron en lo que les fue posible, del juego natural de sus 

Con la centralización política — importada del extranjero por reyes de otra raza y por la iglesia romana impuesta por esos reyes — tuvimos la miseria, el hundimiento, la ignorancia; con la libertad creadora, con la federación de las regiones diversas hemos sido la luz del mundo.

Todo centralismo lleva en su seno el germen del fascismo, cualquiera que sea el nombre y las apariencias que le circunden. Lo comprendió así Pi y Margall, discípulo de Proudhon, y eso es lo que hizo de ese hombre extraordinario una figura tan respetable de la vida política española. La decadencia de España en todos los sentidos comenzó con su centralización política y administrativa. De ahí provienen las desdichas y miserias que vamos arrastrando, como grilletes a los pies, a través de los siglos que siguieron. España había sido, antes de los Reyes Católicos, el foco más brillante de la civilización europea, el emporio de la industria mundial. La centralización lo desecó todo. Los campos de cultivo quedaron yermos; más de cuarenta Universidades famosas en el mundo de la cultura quedaron convertidas en antros de penuria mental; los centros fabriles desaparecieron y la indigencia ocupó el lugar de las antiguas prosperidades y de las antiguas grandezas. Llegó a reducirse nuestra población a poco más de 7 millones de habitantes donde habían vivido más de cuarenta.

La llamada dominación árabe no había sido nunca una dominación centralizadora; se hizo de su liquidación una cuestión religiosa ante la posteridad, olvidando que su arraigo y su éxito en España se debían a la circunstancia de no significar sino una fortificación del propio espíritu ibérico, bereber. Se dejó la máxima autonomía a cada región e incluso una admirable tolerancia religiosa en que cristianos, árabes y judios convivían sin molestias y sin celos, practicando cada cual sus ritos, a veces en el mismo templo, pero trabajando todos por el engrandecimiento y el bienestar en el suelo común. España era espejo y vanguardia de todos los países, que envidiaban sus adelantos, sus letras, su ciencia, su industria, su agricultura. Todo ello quedó agostado en los regímenes monárquicos unitarios. Tal nos prueba perfectamente la historia y de ahí nuestra desconfianza ante toda centralización política y nuestro apoyo a toda reivindicación autonómica y foral.

El centralismo fue causa principal de la muerte del impulso que había derrotado a los militares en gran parte de España, y sin la acción y la inspiración de ese genio del pueblo, cuando el terror y la violencia impusieron la centralización, militar, administrativa, política, de propaganda, etc., el coloso del 19 de Julio se redujo a la medida de un Indalecio Prieto o de un Negrín, y con esa medida no cabía esperar otros resultados que los que hemos obtenido, de derrota vergonzante e infamante. No brilla justamente España por la categoría de sus dirigentes; si hay algo permanentemente grande y digno de admiración es su pueblo. Pero ese pueblo, por instinto racial, si podemos usar la palabra, está en oposición irreductible a todo centralismo, y para que ocupe el puesto que le corresponde, hace falta otro aparato que el de una burocracia central incomprensiva e incapaz; hace falta la federación tradicional de las regiones y provincias y la libertad de su iniciativa fecunda y de su decisión valerosa.

En ningún país se ha perseguido con tanto ensañamiento como en España a las organizaciones gremiales de los trabajadores; pero en ninguna parte han echado tanto arraigo como allí. En ninguna parte, tampoco, se combatió con tanta tenacidad la instrucción del pueblo como se hizo en España por la Iglesia y por el Estado, y a esa condición de ignorancia celosamente custodiada se deben muchos absurdos y también muchos excesos en nuestro pasado, donde encontramos a un pueblo amante apasionado de la libertad y haciendo simultáneamente ídolos de los mas repugnantes tiranos.

Uno de los hombres de la primera República, Fernando Garrido, ha referido en 1869 en las Cortes Constituyentes, un episodio típico de los tiempos de Isabel II, pero común, a fuerza de repetirse, en todas las épocas: se trataba de una especie de catacumba en la ciudad de Reus, donde se reunían, con todo misterio, para aprender a leer y a escribir, aritmética y otros conocimientos, los jóvenes obreros de aquella localidad. Para asistir a las lecciones tenían que burlar la vigilancia policial y mantener en secreto el centro instructivo, considerado un gravísimo delito. Estaba la enseñanza en manos de la Iglesia y bajo su censura rigurosa. ¿Y qué podía esperarse de gentes que proclamaban con el P. Alvarado: ¡Más queremos errar con San Basilio y San Agustín que acertar con Descartes y Newton!, y que declaraban a la filosofía "la ciencia del mal", como un vicario de Burgos en 1825, García Morante?

Se ha hecho popular la frase del ministro Bravo Murillo, cuando le pidieron que legalizase la escuela fundada por Cervera, un maestro popular admirable, en Madrid, para enseñar a los obreros a leer y escribir: "Aquí no necesitamos hombres que piensen, sino bueyes que trabajen".

Los que han historiado los gremios medioevales, de los cuales el moderno sindicalismo español es una fiel continuación, aunque la resurrección de ideologías fundadas en ese sentido natural de asociación de los explotados en Francia y en otros lugares haya puesto en circulación esa palabra para caracterizarlos, no han podido menos de admirar el tesón y la habilidad con que se ha manifestado, en todas las épocas, el espíritu solidario y combativo del obrero y del campesino español en defensa de sus derechos. No obstante la esclavización moral y material por la iglesia y por las clases dirigentes del Estado, los trabajadores y los campesinos supieron organizarse y mantener sus relaciones a la luz pública o en la clandestinidad, arrostrando todas las consecuencias. Signos de ese espíritu son las rebeliones de los payeses de remensa en el siglo XV, las germanias (hermandades) de Valencia y Mallorca en 1519-22, de los comuneros en 1521, de los nyeros catalanes del siglo XVI, uno de cuyos últimos jefes, Pero Roca Guirnarda, aparece en las andanzas de Don Quijote. Y la misma obra de Cervantes, escrita en un período de prosperidad de las fuerzas antipopulares, ¿no está sembrada de referencias a otros tiempos mejores, que situaba en el pasado, en la edad de oro de libertad y de justicia?

En todo el siglo XIX se cuentan por decenas las rebeliones armadas de los obreros y los campesinos para reconquistar la libertad perdida y por la implantación de un régimen social justiciero. Lo que han visto nuestros contemporáneos en las gestas del movimiento libertario, lo vieron las generaciones anteriores en los hombres de la Internacional, nombre adoptado desde 1868 hasta pocos años antes de fin del siglo, y en numerosas y variadas manifestaciones anteriores de un anhelo sofocado, pero no exterminado nunca de nueva vida, de renovación espiritual y de transformación económica en sentido progresivo. Y la combatividad fue siempre la misma. El general Pavía, un López Ochoa de otra época, dijo, refiriéndose a las luchas que hubo de sostener en Sevilla contra nuestros precursores, que los internacionales se batían como leones.

La rebelión proletaria fue un fenómeno constante en España, tan constante como la reacción, de las fuerzas que se oponen al progreso y a la luz. Ha pasado a la historia la huelga general de Barcelona en 1855 para reivindicar el derecho a la asociación contra la dictadura del general Zapatero. Recuérdense los movimientos insurrecionales de 1902, que llenaron de asombro al proletariado mundial por la sensación de disciplina, de organización y de combatividad de que dieron muestras los obreros de Cataluña, citados como modelos en toda la literatura social moderna. Recuérdese la rebelión de Julio de 1909 contra el matadero infame de Marruecos, que no servía para colonizar y conquistar aquella zona africana, sino para justificar ascensos inmerecidos en las filas de un ejercito pretoriano, formado por la monarquía para uso y abuso de la monarquía misma. Esos acontecimientos dieron ocasión a la Iglesia católica para deshacerse de las escuelas Ferrer, un Cervera del siglo XX, que amenazaban convertirse en un gran movimiento de liberación espiritual. Recuérdense los movimientos insurreccionales de agosto de 1917, en los cuales la clase obrera hizo saber a la monarquía borbónica su decidida voluntad de luchar por su emancipación. Recuérdense las conspiraciones continuas en el período de Primo de Rivera, y los golpes de audacia de los anarquistas en Barcelona, en Zaragoza y en otros lugares, golpes de audacia que si no llegaban al triunfo, al menos mantenían la llama sagrada de la rebelión.

La primera república, "más en el nombre que en la realidad", según Salmerón, uno de sus presidentes, se estrelló en su lucha contra el avance social, y no queriendo dar satisfacción a las exigencias del pueblo y entrar abiertamente por el camino de las reformas, de la vuelta a la soberanía de la auténtica España, se entregó a la tarea de buscar por esos, mundos un rey dispuesto a la tarea de cargar con la corona vacante. En 1868 como en 1931, los centralistas, aunque se dijesen republicanos, se hicieron dueños de la situación, y los centralistas estaban más cerca, entonces y ahora, de la monarquía o de cualquier otro sistema de reacción que de un régimen francamente republicano y social, federativo. Mientras en la primera República se conspiraba abiertamente, incluso desde el Gobierno, por la monarquía, se combatía a muerte a la Internacional, se prohibía la organización obrera y se perseguía a sus afiliados con procedimientos que recuerdan la fórmula que se hizo valer muchos años más tarde, para llegar a resultados parecidos: "¡Tiros a la barriga!" y "Ni heridos ni prisioneros".

Nuestras guerras civiles han estado casi siempre matizadas por preocupaciones sociales dominantes. No han sido, como las de otras naciones, guerras de carácter esencialmente político en el sentido de mero, predominio de individuos, de dinastías o de clases. Fueron luchas entre la reacción y la revolución. Vence, la reacción y se proclama brutalmente, como en el decreto del 17 de octubre de 1824, que se persigue la finalidad de hacer desaparecer "para siempre del suelo español hasta la más remota idea de que la soberanía reside en otro que en mi real persona" (Fernando VII). Si vence la revolución crea de inmediato los instrumentos para afirmar la libertad, las juntas, la federación de las provincias y regiones, restableciendo la soberanía popular.

La primera República no surgió solamente de la descomposición de una dinastía caduca, degenerada y nefasta, sino, sobre todo, de las exigencias de las fuerzas liberales, revolucionarias que querían dar un paso hacia adelante en todos los terrenos.

El advenimiento de la segunda República impidió el estallido de una revolución popular profunda que se consideraba incontenible. Pero no dió solución a ninguno de los problemas planteados y se desprestigió desde los primeros meses por los vicios de origen de su esterilidad y de su carácter antiproletario. El pueblo, que la aclamó un día en las urnas, había querido dar un paso efectivo hacia su bienestar y hacia ese mínimo de liberación y de reconquista de su soberanía que los filósofos y estadistas republicanos no supieron, no quisieron o no fueron capaces de restaurar. Ha querido montar la República, con escasísimo acierto, el andamiaje de una tercera España, equidistante de las dos Españas que tradicionalmente, desde hace muchos siglos, vienen pugnando por orientar la vida y el pensamiento en la Península Ibérica. Fracasó totalmente. Nada peor que los términos medios, los pasteleos, las ambigüedades en las grandes crisis históricas.


 

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