El
levantamiento militar
En
Melilla, a las cinco de la tarde del día 17 de julio de 1936, los oficiales
conjurados pasaron a la acción: destituyeron al oficial republicano que estaba
al mando de la guarnición, se apoderaron de los edificios públicos y
proclamaron el estado de sitio. El levantamiento militar contra la República
española había comenzado. Las otras guarniciones (Tetuán, Ceuta, Larache,
etc.) les secundaron durante la noche y, al día siguiente por la mañana, todo
el Marruecos «español» estaba en manos de los militares rebeldes. Los conatos
de resistencia de los militares, «leales» y de los sindicatos obreros fueron rápidamente
aplastados.
El
general Franco, que desde su guarnición de las Islas Canarias se dirigía en
avión a Tetuán, donde había de encabezar el levantamiento, se dirigió por
radio a los que «conservan el sagrado amor por España»:
«Es
España entera quien se alza reclamando la paz, la fraternidad y la justicia; en
todo el país, el Ejército, la Marina y las Fuerzas de Orden Público, se
levantan para defender a la Patria.
La
energía que desplieguen en el mantenimiento del orden estará en relación con
la resistencia que se les oponga.1»
1
«ABC», edición de Andalucía (23 de julio de 1936).
El
Gobierno republicano, mucho menos enérgico, se limitó a difundir, el día 18
por la mañana, una nota en la que minimizaba la importancia del levantamiento y
afirmaba que estaba limitado a Marruecos y que «nadie, absolutamente nadie, se
ha asociado en la Península a esa absurda empresa
2».
Mientras tanto, las guarniciones de la Península, siguiendo el ejemplo de las
de Marruecos «español», y de las Canarias, se sublevaron a su vez, con éxito,
en varias regiones: Navarra (Pamplona), Aragón (Zaragoza), Castilla la Vieja
(Burgos, Valladolid), Andalucía (Sevilla), etc.
2
«Claridad», Madrid (18 de julio de 1936).
Mientras
que el Gobierno republicano se veía obligado a reconocer que Sevilla estaba en
manos del general Queipo de Llano, los Partidos socialista y comunista
publicaban conjuntamente la siguiente nota:
«El
momento es difícil, pero no desesperado. El Gobierno está seguro de poseer los
medios suficientes para aplastar esta tentativa criminal. En el caso de que
estos medios fuesen insuficientes, la República tiene la promesa solemne del
Frente Popular. Este está decidido a intervenir en la lucha a partir del
momento en que la ayuda le sea pedida. El Gobierno manda y el Frente Popular
obedece.3»
3
J. Peirats, La CNT en la Revolución española, Ruedo
Ibérico, París, 1971, t. I, pág. 139.
Pero
el Gobierno vacila. Parece como si esperara que una parte de las fuerzas armadas
le iba a seguir siendo fiel, una parte suficiente para disuadir a los «insurrectos»
de perseverar en su «absurda empresa». Asimismo, se niega a «armar al pueblo»
por miedo a la revolución, por supuesto, pero no hay duda de que también por
miedo a ver a esos hipotéticos militares fieles, o por lo menos dudosos,
inclinarse hacía el campo enemigo. Con ese retroceso, las medidas que tomó
durante ese 18 de julio parecen perfectamente ridículas, pues se limitó a
destituir a los jefes militares que se habían sublevado y, a las tres y cuarto
de la tarde, publicó una nueva declaración:
«El
Gobierno toma de nuevo la palabra para confirmar la absoluta tranquilidad de la
situación en toda la Península. El Gobierno, al tiempo que agradece los
ofrecimientos de apoyo que ha recibido, declara que el mejor apoyo que se le
puede prestar es el de garantizar la normalidad de la vida cotidiana para dar un
ejemplo elevado de serenidad y de confianza en los medios del Poder.
4»
4
«Claridad», Madrid (18 de julio de 1936).
¿Pero,
qué medios son ésos sino el Ejército y la Policía, que estaban casi por
entero a favor de los sublevados? El Gobierno republicano, que temía la
revolución, continuaba esperando, soñando, con que el Ejército, o una parte
considerable del mismo «recuperara el sentido» Como esperaba ese milagro, se
negó a entregar armas a las organizaciones obreras. Es más, el Primer Ministro
y Ministro de la Guerra, Casares Quiroga, proclamó que cualquier persona que
distribuyera armas sin su permiso sería fusilada.
El
Presidente de la República, Manuel Azaña, intentando por todos los medios que
no se produjera el enfrentamiento, sustituyó al gobierno Casares Quiroga por
otro, encargado de negociar con los militares sublevados, presidido por Martínez
Barrio. Este, para constituir un gobierno de «unión nacional», ofreció el
Ministerio de la Guerra al general Mola, que era el jefe del levantamiento en la
zona norte. El Presidente del Consejo se puso en contacto con él por teléfono.
Pero, naturalmente, Mola se negó a ello. De todos modos era demasiado tarde, la
suerte estaba echada. Al gobierno Martínez Barrio no le quedaba más que
dimitir y es lo que hizo. Sólo había durado unas cuantas horas, pero mientras
el levantamiento se extendía por todo el territorio de la Península, la presión
de las masas obreras para obtener armas e iniciar la lucha se hacía cada vez
mas fuerte. En algunas regiones, los obreros habían empezado a armarse por sus
propios medios. Por lo tanto, cuando el 19 de julio se formó un nuevo gobierno,
presidido por José Giral, éste tuvo que aceptar la distribución de armas
entre las organizaciones obreras. Si no lo hubiese hecho, habría sido barrido
por los militares, pero, al hacerlo, no sólo les iba a entregar armas, sino
también el poder real.
Los
preparativos de lucha en Barcelona
En
Barcelona, la junta militar, que estaba formada desde hacía varios meses, había
elaborado con el Estado Mayor central de los «facciosos» un plan que era teóricamente
perfecto. Se trataba de llevar a buen término la tarea que el general Mola, en
su plan de conjunto del levantamiento, había definido de la siguiente manera:
«hacer inofensivas a las masas proletarias catalanas».5
Para conseguirlo, las tropas debían converger, desde los cuarteles situados en
la periferia, hacía el centro de la ciudad y apoderarse de los edificios
administrativos más importantes. El plan Mola preveía «informar a la tropa de
que se preparaba un movimiento contra la República y que el Ejército, como
garante del orden, debía salir a la calle para defenderla». Este ardid de
guerra demostraba, en todo caso, que los oficiales conspiradores no confiaban
demasiado en sus tropas. En cuanto a los oficiales conocidos por sus ideas
republicanas, había que neutralizarlos desde el principio. Como no eran muy
numerosos, esta parte del plan no ofrecía demasiadas dificultades.
5
«Solidaridad Obrera», Barcelona (18 de julio de 1936).
Los
militares no esperaban que se les opusiera mucha resistencia. Uno de ellos
declaró, algunos días antes del levantamiento: «Cuando toda esa chusma oiga
tronar el cañón, huirá, poniendo pies en polvorosa».6
No fue exactamente eso lo que ocurrió.
6
Abel Paz, Paradigma de una revolución. París, Ediciones de l’AIT, 1967, pág.
26.
Luis
Companys, Presidente de la Generalitat, parece que fue algo más consciente del
peligro «golpista» que sus colegas del Gobierno central. En cualquier caso, el
16 de julio por la mañana, quiso dialogar con los representantes de la CNT, la
poderosa central sindical anarco-sindicalista. La finalidad de esta entrevista
consistía en estudiar en común los medios para oponerse al peligro fascista.
«Para
estudiar esa demanda (de colaboración [C. S. M.]), los comités regionales de
la CNT y de la FAI se reunieron con varios militantes importantes de las dos
organizaciones. La decisión que se tomó durante esa reunión fue que: “ante
la amenaza fascista, la CNT y la FAI, olvidando todas las ofensas y todos los
ajustes de cuentas pendientes, mantienen la postura de que es indispensable, o
por lo menos deseable, que se establezca una estrecha colaboración entre todas
las fuerzas liberales, progresistas y proletarias que estén decididas a
enfrentarse con el enemigo”. Fue entonces cuando las organizaciones obreras
anarquistas de Barcelona formaron un Comité de Enlace con la Generalitat,
compuesto por cinco militantes de las dos organizaciones: Santillán, García
Oliver y Francisco Ascaso por la FAI, Durruti y Asens por la CNT.
7»
7
Diego Abad de Santillán, La Revolución y la Guerra de España, la Habana, Ed.
«El Libro», 1938, pág. 131.
La
medida más eficaz que hubiera podido tomar ese Comité de Enlace era la
distribución de armas entre los trabajadores y la organización concreta de la
respuesta al levantamiento. Pero la Generalitat no podía hacer eso, porque
tanto en Barcelona como en Madrid, «si los políticos temen al fascismo, temen
todavía más al pueblo en armas», como escribe el militante anarquista Diego
Abad de Santillán. Así pues, la Generalitat no sólo no concedió al Comité
de Enlace lo poco que pedía —es decir, ¡mil fusiles!— sino que además los
militantes de la CNT que vigiaban los cuarteles eran detenidos y desarmados por
la policía. En ese sentido toda la actividad del Comité de Enlace consistió
en negociar para que no fuesen confiscadas las pocas armas que los anarquistas
habían conseguido ocultar a raíz de la represión de octubre de 1934.
8
8
Sobre los acontecimientos de octubre, véase el anexo 1 pág. 347.
El
17 de julio, cuando ya se conocía el levantamiento de Marruecos, la FAI
distribuyó un manifiesto a la salida de las fábricas:
«El
peligro fascista, en este momento, ya no es una amenaza, sino una sangrienta
realidad... No es ya éste el momento de dudar. Hay que poner en práctica
nuestras decisiones. En cada localidad, lo grupos anarquistas y las Juventudes
libertarias, trabajarán en estrecho contacto con los organismos responsables de
la CNT. Vamos a evitar entrar en conflicto con las fuerzas anti-fascistas,
cualesquiera que sean, porque el imperativo categórico del momento es el
aplastamiento del fascismo militarista, clerical y aristocrático. No perdáis
el contacto, que debe ser permanente, con la organización específica (FAI)
regional y nacional. ¡Viva la Revolución! ¡Muera el fascismo!. 9»
9 Diego Abad de Santillán, Por qué perdimos la guerra, G. del Toro, Madrid,
1975.
Por
la noche, los obreros se reunieron en los locales de los sindicatos. En
realidad, ahí es donde habían pasado todo su tiempo libre, desde el 12 de
julio, porque sabían, como todo el mundo en España —excepto el Gobierno
central que no quería saber—, que los militares y lo fascistas preparaban un
golpe de Estado. Ese mismo 12 de julio, los militantes de la CNT y de la FAI
decidieron enviar grupos armados a vigilar los cuarteles para que no les
pillaran desprevenidos y para que pudieran establecer los diferentes puntos de
reunión para cuando empezara la lucha. A partir de ese momento, se inició la
espera. Pero la noticia del levantamiento de Marruecos hizo que todos
comprendieran claramente la inminencia del enfrentamiento. El nerviosismo era
muy grande; había que encontrar armas a toda costa. Un marinero, Juan Yagüe,
propuso que se apoderaran de las armas que estaban en las cámaras de oficiales
de los buques de carga, anclados en el puerto. Secundados por un grupo, dan el
golpe: por este procedimiento han conseguido 150 fusiles y una docena de
pistolas. Pero el jefe de policía, Escofet, que había sido avisado, envió una
compañía de Guardias de Asalto al Sindicato del Transporte donde los
militantes estaban repartiéndose el botín. Rodearon la sede del sindicato, y
el incidente habría terminado en una batalla en toda regla si no hubiesen
llegado Durruti y García Oliver que negociaron un acuerdo: entregarían a la
Guardia de Asalto una docena de fusiles como representación simbólica del éxito
de su misión
10. (Hay que señalar
que la Guardia de Asalto, contrariamente a la Guardia Civil, era un cuerpo de
policía creado por la República y que muchos de sus componentes eran
republicanos e incluso socialistas.)
10
E. H. Kaminski, Ceux de Barcelone, ed. Denoël, París, 1937, pág. 21. Reedición
en lenguas catalana y castellana, Ediciones del Cotal, Barcelona, 1977.
Después
de esa nueva noche de espera y de preparativos, continuó la movilización en
las sedes de los sindicatos durante todo el día 18. Los militantes se
organizaron en Comités Revolucionarios de barrio. Esos Comités iban a desempeñar
un papel esencial en el proceso revolucionario, y desde ese mismo momento se
encargaron de los preparativos de los combates. Unos agentes de enlace les
informaban de la situación en los cuarteles, es decir, del nerviosismo
creciente de los oficiales ante la proximidad de la hora H. Por la noche, la
radio difundió un mensaje del Comité Nacional de la CNT que lanzaba la
consigna de huelga general revolucionaria y recomendaba a todos los Comités y a
todos los militantes que no perdiesen el contacto y que se mantuviesen alertas,
con las armas en la mano, en los locales sindicales. De inmediato, el Comité
Regional catalán de la CNT recogió la consigna.
A
las nueve de la noche de ese 18 de julio, tuvo lugar una última entrevista
entre el Comité de Enlace CNT-FAI y Companys; este último seguía negándose a
distribuir armas. Esta actitud parecía una inconsecuencia: el 16 de julio él
mismo había tomado la iniciativa de pedir a la CNT y a la FAI su colaboración
en la defensa de la República y, seguidamente, le negaba reiteradamente,
incluso cuando el «golpe» ya había empezado, los medios para garantizar esa
defensa: las armas. A pesar de que Companys —contrariamente al Gobierno
central que todavía soñaba con que era el único poder y la única autoridad
legal, ya que no real— había dado un paso hacía la principal fuerza capaz de
cortar el paso al fascismo en Cataluña —la CNT—, sin embargo, no acababa de
decidirse a armar a las masas anarquistas. ¿Cómo iba a armar a esa gente capaz
de «cualquier locura», hasta de realizar la revolución social? Pero no
armarles, ¿no significaría dejar la vía libre al fascismo? Ante tal dilema,
Luis Companys, dirigente del movimiento autonomista catalán, republicano y
liberal, no podía sino dudar.
Cuando
conocieron esta nueva negativa, los militantes de la CNT, que hasta el último
momento esperaban un cambio en la actitud de la Generalitat, decidieron
conseguir armas por todos los medios posibles: desvalijaron las armerías,
robaron paquetes de dinamita en las canteras y, ayudados por algunos Guardias de
Asalto, se apoderaron de algunos depósitos, de fusiles del Gobierno. Requisaron
automóviles particulares para facilitar el rápido contacto entre los
diferentes grupos. Una vez pintadas las iniciales CNT-FAI en las carrocerías,
los vehículos empezaron a recorrer las calles de Barcelona. Los grupos de
militantes armados que vigilaban los cuarteles veían entrar a falangistas y a
requetés que iban ahí para que les dieran un uniforme y armas para combatir al
lado de los militares. La noche acababa, una noche más de espera.
Cabria
preguntarse por qué las organizaciones obreras, sobre todo la CNT, que era, con
mucho, la más importante de todas en Cataluña, no atacaron primero para
aprovechar la ventaja de la sorpresa. La única explicación que encontramos es
la insuficiencia de armamento unida a la esperanza de un cambio de actitud de la
Generalitat. Pero, sin duda, el temor de romper el frente antifascista con una
acción que la Generalitat ni hubiera podido ni querido apoyar, tuvo también su
importancia. De cualquier manera, esa «política de espera», que fue general
por parte de las organizaciones obreras en toda la Península, facilitó, en
muchos casos, la victoria inicial de los militares.
Los
combates de los días 19 y 20 de julio, en Barcelona
El
19 de julio, a las 4 y media de la mañana, las tropas salieron de los cuarteles
gritando: «¡Viva la República! ¡Viva España!». Pero el ardid de guerra
ideado por Mola, fracasó. Los grupos armados, que no se lo creyeron ni un
momento y que desde hacía algunos días estaban apostados cerca de los
cuarteles, abrieron fuego inmediatamente. Las sirenas de las fábricas sonaron,
llamando a los obreros al combate. Las tropas, siguiendo el plan previsto, es
decir, la rápida ocupación de los puntos estratégicos de la ciudad, se
situaron en las plazas de España, de la Universidad y de Cataluña, se
apoderaron de los edificios más importantes, como el hotel Colón, el hotel
Ritz, la Telefónica. Las tropas del cuartel Atarazanas y de la Maestranza
ocuparon el sector del puerto comprendido entre Correos y el Paralelo. El
general Goded, que llegó en avión desde Mallorca para capitanear el
levantamiento, se instaló en la Capitanía General y destituyó e hizo
prisionero al jefe de la guarnición, fiel a la República: Llano de la
Encomienda.
Esta
era la situación en las primeras horas de la mañana. Sin embargo, en todas
partes, los militares habían tropezado con una resistencia encarnizada. En la
Brecha de San Pablo, cerca del Sindicato Unico de la Madera, los militantes del
mismo habían construido en el Paralelo una importante barricada en la que
tuvieron en jaque, durante cuatro horas, a los militares, que sólo pudieron
acabar con la barricada y apoderarse del local del sindicato tras haber obligado
a marchar delante de ellos a las mujeres y a los niños del barrio. Pero a
mediodía, un contraataque de los militantes de la CNT reconquistó el terreno
perdido.
Al
mismo tiempo, se desarrollan en el centro de la ciudad unos combates que iban a
resultar decisivos. Los militares estaban siendo sitiados en los inmuebles que
ocupaban en la plaza de Cataluña. A primera hora de la tarde, los combatientes
obreros recibieron el apoyo de los Guardias de Asalto y de unos cuantos guardias
civiles, mandados por el coronel Escobar (uno de los pocos oficiales de la
Guardia Civil —la fuerza especializada en la represión de los movimientos
obreros y campesinos— que se pusieron del lado republicano). La situación de
los militares iba haciéndose crítica. Sólo se hubiera podido restablecer con
la llegada de los refuerzos procedentes de los cuarteles de San Andrés y de los
Muelles. Pero los obreros de Barceloneta hicieron que fracasara la intentona de
las columnas de refuerzo, compuestas por regimientos de caballería y de
artillería. En los enfrentamientos de la avenida de Icaria, cerca del cuartel
de los Muelles, sucedió algo que iba a decidir el giro de la lucha. En esa
ocasión, los soldados justificaron su calidad de «obreros y campesinos de
uniforme», como se les puede llamar en la jerga del movimiento obrero: algunos
no sabían qué hacer, otros tiraban al aire, otros llevaron a la práctica las
estrofas de la Internacional y se pusieron a tirar contra sus oficiales. Los
obreros aprovecharon la ocasión, abandonaron sus barricadas y se dirigieron en
masa y a terreno descubierto contra el enemigo. Tomaron gran cantidad de cañones.
La contra-ofensiva revolucionaria había empezado.
Caía
la noche mientras continuaban los combates, pero los militares no dominaban ya
en ninguna parte. Los inmuebles que habían ocupado en el centro de la ciudad
habían sido recuperados. En las primeras horas del lunes, día 20, los cañones
fueron colocados en batería frente a la Capitanía General. Se conminó a los
jefes rebeldes a que se rindieran. Para animarles a ello, una salva hizo temblar
todo el edificio, disipando así las últimas esperanzas de los militares. Goded
fue hecho prisionero y algunos militantes de la CNT le acompañaron hasta el
Palacio de la Generalitat, desde donde hizo la siguiente declaración ante los
micrófonos de la radio:
«Aquí
el general Goded. Me dirijo al pueblo para declarar que la suerte me ha sido
adversa y que estoy prisionero. Digo esto para que todos los que no quieran
continuar la lucha, se sientan desligados de todo compromiso hacía mí.
11»
1
Abel Paz, Op. cit., pág. 124.
En
los cuarteles, los soldados se amotinaron, fusilaron a sus oficiales,
distribuyeron las armas a los obreros. Sólo quedaba en poder de los militares,
la fortaleza de Atarazanas. La aviación republicana —algunos «cucos»—
capitaneados por Díaz Sandino, iniciaron el ataque con un bombardeo. Después,
los obreros realizaron el asalto final, durante el cual murió Francisco Ascaso,
conocido militante anarquista. Así fue aplastado, en la tarde del 20 de julio,
el levantamiento militar en Barcelona. Los militantes de las organizaciones
obreras se habían apoderado de todas las armas encontradas en los cuarteles. En
los camiones, autocares, automóviles particulares requisados, partieron los
grupos armados hacía las ciudades y los pueblos de la provincia catalana y
aplastaron a los militares en Tarragona, Gerona y Lérida.
¿Cuál
era, en resumen, la situación en el resto de España? Los militares habían
conquistado algunas cabezas de puente en Andalucía (Cádiz, Córdoba, Sevilla),
donde aterrizaron los refuerzos del ejército de Marruecos, transportados por
aviones italianos. También se hicieron dueños de una zona bastante extensa que
va desde La Coruña a Huesca y Zaragoza y que, desde Cáceres, cerca de la
frontera portuguesa, sube hacía Avila, Segovia, hasta Teruel, englobando
Navarra, gran parte de Aragón, Castilla la Vieja, León, casi toda Galicia y
parte de Extremadura. La zona republicana quedó, pues, dividida en dos: al
norte, el País Vasco, Santander, el norte de Asturias (excepto la capital,
Oviedo), estaban acorralados entre el mar y los «facciosos»; después, la
parte más importante que comprende la casi totalidad de Andalucía, Levante,
Cataluña, parte de Extremadura y Castilla la Nueva. Hay que destacar que en las
regiones más industrializadas (sobre todo el País Vasco y Cataluña), algunas
de las regiones agrícolas más ricas (como Levante) y las grandes ciudades como
Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao, etc., el levantamiento militar fracasó y
qué, en todas partes, esta derrota fue debida a la acción de las masas, porque
la inmensa mayoría de las fuerzas armadas y de las fuerzas de policía estaban
del lado de los «golpistas». Este «mapa», corresponde, por lo demás,
bastante exactamente a la influencia recíproca de las fuerzas de izquierdas y
de derechas en el país. De esta manera, el levantamiento militar, que había
sido concebido como un simple pronunciamiento, que apenas debía durar algunos días
y que no debiera encontrarse con demasiada resistencia, tropezó con una serie
de dificultades que no estaban previstas en los planes de los Estados Mayores.
Mientras que para los grandes capitalistas y propietarios terratenientes —y
para toda la cohorte de militares, clero, monárquicos, falangistas y otros
partidarios de la fe, del orden y de la patria— el golpe de Estado había de
ser una medida preventiva contra la revolución social que se avecinaba, en
realidad, no hizo sino precipitar en todas partes su explosión. Durante los
primeros meses de la guerra civil iba a desarrollarse en España una crisis
revolucionaria sin precedentes. El fascismo había sido contenido, la República
burguesa, cogida en la marca revolucionaria, quedó hecha añicos. Una vez más,
en la historia contemporánea, las masas explotadas parecían haberse hecho dueñas
de su destino.
El
poder de los obreros en armas
12
12
Sobre los obreros, el proletariado y el «movimiento obrero», véanse las
precisiones del anexo 2, pág. 348.
El
edificio del Estado burgués se había derrumbado en todo el país: «No queda más
que el polvo del Estado, las cenizas del Estado», escribirá más tarde un
jurista republicano.13 En la
zona controlada por los militares había sonado la hora de la violencia
contrarrevolucionaria generalizada. No sólo fusilaban a los militantes de las
organizaciones obreras, sino también a los obreros, por el mero hecho de serlo.
No sólo fusilaban a los que habían votado por el Frente Popular, sino también
a sus mujeres, a sus padres, a sus hijos.
13 Ossorio y Gallardo, Vida y sacrificio de Companys, pág. 190.
En
la «zona republicana», el gobierno no tenía ya ninguna autoridad real. Como
dirá la dirigente comunista Dolores Ibarruri: «Todo el aparato del Estado quedó
destruido y el poder del Estado pasó a la calle».14
Dolores Ibarruri (como los demás dirigentes del PCE), lamentaba esa situación;
por otra parte, los comunistas no iban a tardar mucho en dedicarse a restablecer
el poder del Estado.
14
Dolores Ibarruri, Speeches and Articles (1936-1938) (folleto de propaganda del
PCE).
«Desprovisto
de los órganos represivos del Estado (escribe Bolloten), el gobierno de José
Giral poseía el poder nominal, pero no el poder efectivo, porque éste quedaba
disperso en incontables fragmentos y desparramado en millares de ciudades y
pueblos entre los comités revolucionarios que habían instituido su dominio
sobre correos y telégrafos, estaciones radiodifusoras y centrales telefónicas,
organizado escuadrones de policía y tribunales, patrullas de carretera y de
frontera, servicio de transportes y abastecimiento, y creado unidades de
milicianos para los frentes de batalla. En resumen, el gabinete de José Giral
no ejerció autoridad real en ningún lugar de España.
15»
15
Burnett Bolloten, El gran engaño, Caralt, Barcelona, 1975, págs. 43-44.
Aunque
esta situación era general en toda la zona republicana, fue en Cataluña donde
ese fenómeno, adquirió mayor amplitud. Esto es cierto no solo en lo que se
refiere a los poderes políticos, militares y represivos, sino también en lo
que se refiere a las relaciones sociales y económicas entre los hombres. Todo
fue cambiado, arrastrado, transformado por la gran marea revolucionaria
desencadenada, muy en contra de su voluntad, por el levantamiento militar.
En
Barcelona, los obreros en armas eran los dueños de la ciudad y se dedicaron a
transformar inmediatamente su fisonomía: incendiaron las iglesias (excepto la
catedral, considerada como una «obra de arte»), o bien las convirtieron en
escuelas, salas de reunión, mercados cubiertos, etc. Se crearon nuevos
tribunales revolucionarios y se disolvieron los antiguos; por lo general, los
magistrados más reaccionarios fueron ejecutados; los archivos judiciales,
quemados, las puertas de las cárceles, abiertas no sólo a los presos políticos,
sino también a los de derecho común. Las organizaciones obreras organizaron
los Comités de abastos encargados del abastecimiento de víveres, sustituyendo
casi en todas partes al comercio privado.16
Otros comités, especialmente el Comité de la Escuela Nueva Unificada, formado
por militantes de organizaciones obreras y universitarias, se encargaron de la
educación, abriendo en pocos días 102 escuelas nuevas. Las Patrullas de
Control vigilaban las calles y las carreteras. Los puestos fronterizos con
Francia, al norte de Cataluña, también eran controlados por los obreros: «
... algunos miembros de las milicias antifascistas montan guardia. Llevan ropa
de trabajo de color azul sobre la que destacan las cartucheras. Están armados
hasta los dientes con pistolas y fusiles. Detrás de una gran mesa están
sentados unos obreros con la pistola al cinto, que examinan los pasaportes y las
tarjetas de crédito».17 Y
sobre todo, las milicias obreras se encargaron de la lucha contra los militares:
cuatro días después de que acabaran los combates en Barcelona, una columna de
obreros armados salió, dirigidas por Durruti, a liberar Zaragoza. Marchará
sobre Aragón con un Ejército de Liberación Social, aplicando el método
propuesto por el anarquista italiano Malatesta: «Apoderarse de una ciudad, o de
una aldea, neutralizar a todos los representantes del Estado e invitar a la
población a organizarse libremente por sí misma».18
No tengo la más mínima intención de ofrecer aquí una visión idílica;
eso no siempre se hizo sin conflictos ni errores, e incluso sin crímenes, pero
se hizo.
16
Sobre estos asuntos —avituallamiento y escuela—, véase el anexo 3, pág.
351.
17
M. Sterling, in «Modern Monthly» (octubre de 1936), citado por B. Bolloten,
op. cit., pág. 39.
18
Citado por Broué y Temime, La révolution et la guerre d'Espagne, Editions de
Minuit, pág. 43. (Hay traducción en español, Fondo de Cultura Económica, México,
1962).
Los
obreros catalanes comprendieron muy pronto que la lucha se desarrollaba en dos
frentes. Que el Estado, hecho añicos (tanto el Gobierno central como el catalán,
relativamente autónomo), luchaba, al principio solapadamente, para que su
apariencia de poder se hiciese realidad. Parece que comprendieron también muy
deprisa que las fuerzas que se oponían a la transformación radical de la
sociedad, que ellos mismos habían iniciado, no estaban todas en el otro campo.
Por otra parte, desde los primeros días, estallaron conflictos entre el poder
«turbio, tenebroso, impalpable, sin funciones precisas ni autoridad expresa»
de los Comités, según el comunista Jesús Hernández 19
y la Generalitat. Por ejemplo, el incidente de Figueras, donde unos
obreros anarquistas, después de haber vencido a los militares, fueron
desarmados por la Guardia Civil. El número de «Solidaridad Obrera» del 28 de
julio, que relató los hechos, terminaba con esta advertencia: «Camaradas, no
os dejéis desarmar por nadie, bajo ningún pretexto».20
Pero la ola revolucionaria ya era demasiado fuerte y los que querían
contenerla, canalizarla o incluso romperla, estaban obligados a hacer
concesiones. Los viejos cuerpos de policía fueron disueltos: aquellos de sus
miembros que habían luchado junto al pueblo se incorporaron a las milicias
obreras y adoptaron el «mono», que hacía las veces de uniforme.
19
Jesús Hernández, Negro y rojo, pág. 97 (folleto de propaganda del PCE).
20
«Solidaridad Obrera» (20 de julio de 1936).
Los
trabajadores catalanes, que estaban en huelga desde el 18 de julio, iniciaron
desde ese mismo instante, lo que Marx llamaba «la expropiación de los
expropiadores». Empezaron a apropiarse y a autogestionar la inmensa mayoría de
las empresas industriales y comerciales, así como los servicios de Cataluña.
Hay que señalar que esto lo hicieron espontáneamente las masas sin orden ni
consigna de ninguna organización, ni siquiera de la CNT. Esta, durante los
primeros días que siguieron al levantamiento, dio prioridad absoluta a la lucha
contra los militares y, en ese aspecto, fue ampliamente desbordada por sus
militantes y las masas en general. El primer manifiesto de la FAI, difundido por
radio el día 26 de julio, hablaba de la «hidra fascista», pero no decía una
palabra de la revolución social que se estaba desarrollando. El día 28, la
Federación local de sindicatos de la CNT, lanzó la orden de volver al trabajo
por las necesidades de la guerra, pero sin dar la menor consigna revolucionaria.
Pero los obreros no se conformaban con «volver al trabajo», es decir, con
volver a ponerse a las órdenes de sus patronos. A partir del 21 de julio, es
decir, al día siguiente de la victoria sobre los militares, la prensa estaba
llena de relatos muy reveladores del nuevo «estado de ánimo» de los obreros;
en todas partes, grupos de obreros armados procedieron a las incautaciones.
Vestidos con sus monos, pañuelo rojo, o rojo y negro, al cuello, en la cabeza
una boina o una gorra, con armas muy heteróclitas, entre las que predominaba el
fusil Máuser, y mostrando cierto gusto por la exhibición y el espectáculo,
eran verdaderamente el pueblo armado en acción. Un grupo de obreros «se
presentó en las oficinas de la Compañía de Tranvías de Barcelona, incautándose
de la misma y del fichero social que de los obreros tranviarios poseía la compañía,
siendo quemado en mitad de la calle».21
Todos los servicios y medios de comunicación y de transporte fueron incautados
por los obreros catalanes por ese procedimiento. Desde el día 21 los
ferroviarios se apoderaron del ferrocarril. Se constituyeron en Comités
revolucionarios y organizaron la defensa de las estaciones por los mismos
ferroviarios, armados con fusiles y ametralladoras. El movimiento de las
incautaciones afectó a todos los sectores de la industria catalana: en Cataluña
fueron incautadas el 70 % de las empresas. 22
21
Peirats, Op. cit., t. I, pág. 164.
22
Véase infra: «Las colectivizaciones en Cataluña», capítulo IV, pág. 91.
Por
supuesto, este maremoto tenía que incidir en todos los aspectos de la vida. Era
la «gran fiesta revolucionaria» en la que todos los lazos de sujeción,
cualesquiera que fuesen, quedaban temporalmente rotos. Es muy significativo que
los políticos e ideólogos no digan nada de la alegría que, durante esos días
se apoderó de hombres y mujeres en la Cataluña revolucionaria. Pero, sin
embargo esa felicidad, esa loca alegría (loca, también, porque el peligro
fascista estaba aterradoramente presente y los cadáveres apenas habían sido
enterrados) llamó poderosamente la atención a algunos testigos. F. Borkenau, a
su llegada a Barcelona, contó que:
«Y
entonces, al doblar la esquina de las Ramblas (la arteria principal de
Barcelona), surgió una tremenda sorpresa: ante nuetros ojos, como un relámpago,
se desplegó la revolución. Era algo abrumador. Como si hubiésemos desembocado
en un continente diferente a cualquiera de los que nos hubiese sido dado ver con
anterioridad.
23»
23 Frank Borkenau, The Spanish Cockpit, pág. 69. (Hay
traducción española: El reñidero español, Ruedo Ibérico, París, 1971, pág.
55.)
«En
todas las casas, en todas las paredes (sigue diciendo), en todas las ropas, en
todos los automóviles, en los vagones de tren, en todas partes, hay
inscripciones y dibujos que simbolizan la lucha contra el fascismo y la voluntad
de la Revolución. Algunas veces son auténticos cuadros: los ferroviarios,
sobre todo, tienen, a lo que parece; una inclinación muy marcada por la
pintura.24»
24
Ibid.
Sin
duda, el hecho de que los ferroviarios den rienda suelta a su «inclinación por
la pintura» también era una señal de las transformaciones que se estaban
produciendo. Borkenau, cuyas opiniones políticas son «moderadas», pero que
cuenta lo que ve con honestidad, subraya: «En esta atmósfera de entusiasmo
general no hay problemas para hablar con quien sea ( ... ) y todos, en un
minuto, son amigos de todos
25».
Si, en efecto, es lo que yo decía, las barreras se habían roto, el Estado
estaba hecho añicos, la policía, disuelta, los patronos huían, las fábricas
pertenecían a los obreros, ¡todo era posible! (eso no durará). Incluso la
situación de las mujeres, que durante siglos habían estado encadenadas a la
familia, al marido, a la cocina, a la procreación, atadas por tabúes
religiosos y sociales, dentro de una de las más severas y siniestras
tradiciones mediterráneas, parece que había cambiado de golpe: « ... las
calles estaban llenas de grupos excitados compuestos de jóvenes armados
—sigue hablando Borkenau— y de no pocas mujeres armadas también; estas últimas
se comportaban con una despreocupación poco habitual entre las españolas
cuando se muestran en público (antes de la revuelta hubiese sido inconcebible
para una española presentarse en pantalones, como hacen ahora, invariablemente,
las milicianas) 26
». Otro
tanto podría decirse sobre la juventud. Esta última, como se sabe, es la
protagonista de las revoluciones. Pero en España la sujeción familiar —a
pesar de la propaganda libertaria— era particularmente dura y opresiva. Los
hijos debían obediencia a sus padres prácticamente hasta la muerte de estos.
La jerarquía familiar —no hay que olvidar que España era entonces un país
eminentemente agrícola— era casi tan rígida entre los trabajadores de «izquierdas»
como entre las familias católicas y reaccionarias. Pero en las calles, en las fábricas
y en el frente, los muchachos (algunos no habían cumplido todavía los dieciséis
años) y las muchachas, empuñando el fusil, se desprendieron alegremente de las
tradiciones seculares y del «peso muerto del pasado sobre los cerebros de los
vivos». ¿A alguien le puede asombrar que las masas, en un gran movimiento
espontáneo, se enfrenten a un tiempo y con la misma fuerza (aun cuando no todos
sean plenamente conscientes de ello) a todas las opresiones, y a todas las
estructuras jerárquicas de la sociedad, arbitrariamente divididas y separadas
en esos terrenos privados e ilusorios a los que llamamos lo «político», lo «económico»,
lo «social», lo «familiar», y, por qué no, lo «cultural»?
25
Ibid.
26
Ibid.
George
Orwell llegó a Barcelona en diciembre de 1936. En su excelente libro Homenaje a
Cataluña, cuenta la extraña impresión que le produjo esa ciudad. Sin embargo,
sabia (porque no paraban de decírselo) que, desde julio, las cosas habían
empeorado mucho:
«Los
anarquistas aún dominaban virtualmente Cataluña y la revolución se encontraba
en su apogeo. ( ... ) Era la primera vez que estaba en una ciudad en la que la
clase obrera ocupaba el poder. Casi todos los edificios de cierta importancia
habían sido ocupados por los obreros, y sus fachadas estaban cubiertas con
banderas rojas o con la bandera roja y negra de los anarquistas; en todas las
paredes se veían la hoz y el martillo, y al lado, las iniciales de los partidos
revolucionarios; casi todas las iglesias habían sido saqueadas y las imágenes
quemadas y algunas de ellas estaban siendo sistemáticamente demolidas por
cuadrillas de obreros. Todas las tiendas y cafés exhibían un letrero en el que
se decía que habían sido colectivizados; hasta los limpiabotas habían sido
colectivizados y sus cajas pintadas de rojo y negro ( ... ) Las expresiones
serviles o simplemente respetuosas habían desaparecido temporalmente. Nadie decía
señor o don, ni siquiera usted; todo el mundo trataba a los demás de «camarada»
y de «tú» ( ... ) No había coches particulares, todos habían sido
requisados, y todos los tranvías y taxis y la mayoría de los demás
transportes públicos, estaban pintados de rojo y negro ( ... )A lo largo de las
Ramblas, la amplia arteria central de la ciudad, donde riadas humanas subían y
bajaban sin cesar, los altavoces atronaban el aire con canciones revolucionarias
durante todo el día y hasta bien entrada la noche. Pero lo más sorprendente de
todo era el aspecto del gentío. A juzgar por su exterior, era una ciudad en la
que las clases adineradas habían dejado de existir. Exceptuando a un reducido número
de mujeres y de extranjeros, no se veía a gente "bien vestida". Casi
todo el mundo llevaba ropas muy sencillas, propias de la clase trabajadora, o
monos azules o alguna variante del uniforme de los milicianos. Todo aquello
resultaba extraño e impresionante. ( ... ) Por encima de todo, se creía en la
revolución y en el futuro, se tenía la sensación de haber entrado súbitamente
en una era de igualdad y de libertad. Los seres humanos trataban de comportarse
como seres humanos y no como engranajes de la máquina capitalista.
27»
27 George Orwell Homenaje a Cataluña, Ediciones Ariel, Barcelona, 1970, págs. 40-42.
(Tampoco
Orwell tardó mucho en desengañarse.)
También
contaba que las organizaciones obreras habían requisado muchas casas, pero además
hay que añadir que durante varios meses (la duración depende de las ciudades)
nadie pagó el alquiler de la casa, realizando así en la práctica, la
gratuidad del alojamiento... También se devolvieron sin reembolso todos los
objetos de primera necesidad empeñados en los Montes de Piedad y no es difícil
imaginarse lo que eso representaba para una población que, casi siempre, estaba
en la miseria. Se organizo una lucha contra la indigencia y la mendicidad, que
tan importante había sido en Barcelona antes de la Revolución:
«El
sindicato de hostelería daba de comer a mediodía y por la noche a todos los
pobres. Para ser admitido, hacía falta, en principio, una autorización de un
comité o de una organización, pero ¡no somos unos burócratas! se daba de
comer incluso, a los que no presentaban ningún papel. Estas comidas se distribuían
en muchos hoteles, incluso en el Ritz.
28
28
Ibid.
Como
observa muy acertadamente Noam Chomsky: «Durante los meses que siguieron a la
insurrección de Franco, se desarrolló en España una revolución social sin
precedentes. Obedeciendo a un movimiento espontáneo, independiente de toda
“vanguardia revolucionaria”, las masas trabajadoras, en ciudades y campos,
se dedicaron a realizar la transformación radical de las condiciones sociales y
económicas: la empresa reveló ser un gran éxito, hasta el momento en que fue
aniquilada por las armas
29».
29
Noam Chomsky, L'Amérique et ses nouxeaux mandarins, Ed. du Seuil, pág. 257.
(Traducción al castellano in «Cuadernos de Ruedo Ibérico», Suplemento 1974.)
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