Hasta
principios de la Edad Moderna, en España el ejército no dependía
exclusivamente de los reyes ni tenía carácter permanente. El ejército
permanente se remonta a los tiempos de los Reyes Católicos. Para poder dominar
a la indomable nobleza los reyes quisieron sacarla de sus estados patrimoniales
y atraerla a la Corte. En ella los nobles recibirían cargos honoríficos de
toda suerte. De ahí la institución de la Guardia Palatina, creada bajo el
nombre de Cuerpo de Gentiles Hombres de la Casa y Cuerpo del Rey (1512). Sus
componentes, en número reducido, eran escogidos de entre las familias
distinguidas de Castilla, Aragón, etc. Con el título honorífico los miembros
de la guardia palatina recibían un sueldo.
Obsérvese
el contraste. La nobleza, que era indisciplinada por excelencia, paso a integrar
aquel embrión de ejército, institución de orden interior más que militar. La
institución de orden interior propiamente dicha tendría parecido origen. Los
Reyes Católicos crearon la Santa Hermandad para asegurar el derecho de gentes
que la misma nobleza ponía constantemente en peligro (más que los
profesionales de la delincuencia) en pueblos, ciudades y caminos vecinales. Con
el tiempo la atracción de la nobleza a la Corte produjo la lacra conocida hoy
con el nombre de «absentismo», que continúa existiendo. Las tierras de la
nobleza quedaban abandonadas o en manos de administradores (caciques), incultas
o deficientemente cultivadas. Es un contexto de latifundio, de grandes
extensiones de tierra sin hombres y de grandes masas de hombres sin tierra.
En
1516, el cardenal Cisneros, entonces regente, perfeccionó aquel embrión de ejército
por la contingencia de guerra civil que creara la proclamación del hijo de
Felipe el Hermoso y Juana I de Castilla como rey de España. El pueblo y parte
de la nobleza se oponían a la proclamación de Carlos I porque, habiendo nacido
y sido educado en el extranjero, les era completamente extraño. Además, el
nuevo rey no conocía la lengua española. Por lo contrario el infante don
Fernando había nacido en España y se había criado en ella. La influencia del
emperador Maximiliano de Austria y la de la nobleza flamenca habían pesado en
el ánimo del rey Fernando el Católico a la hora de testar (no menos que sus
probadas aficiones expansionistas) por muerte de Felipe el Hermoso e incapacidad
de su hija doña Juana (Juana la Loca). El peligro de guerra civil aconsejó al
cardenal regente seguir la pauta de los Reyes Católicos: de ahí la milicia
llamada «Gente de Ordenanza», que quedó convertida en un cuerpo de ejército
de 30.000 hombres.
1
1
Rafael Altamira: Manual de historia de España, Buenos Aires, 1946.
Este
ejército entró en acción en 1520 cuando la crisis entre el nuevo rey (y sus
favoritos flamencos) y las Comunidades de Castilla. Seguidamente el ejército se
vio complicado en la serie de batallas internacionales emprendidas por el ya
Carlos V contra la Reforma y contra Francisco I de Francia. Los tercios del
emperador se componían de españoles y de mercenarios internacionales. Ser
soldado en Europa o en América, era una evasión de la miseria peninsular que
aumentaban las guerras constantes por complicados intereses de Estado, no
precisamente del Estado español. Más tarde, en 1591, bajo Felipe II, las
tropas, reales entraban en Zaragoza para aplastar los fueros aragoneses. En
1640-46, también la tropa del rey aplastaba en Cataluña una sublevación que
el mismo ejército había provocado por abuso del derecho de hospitalidad. Los
fueros regionales perecen en España pisoteados por la bota militar, incluso en
tiempos modernos o contemporáneos: las libertades autonómicas del País Vasco
al final de las guerras carlistas, y en 1936-39, el mismo fin para las
libertades vasco-catalanas. El ejército español era el ejecutor de las
ambiciones de la Casa de Austria, la víctima de todas sus contiendas
internacionales y muy especialmente en la porfiada lucha contra los patriotas de
los Países Bajos. Si se trataba de derrotas, España pagaba con pedazos de su
patrimonio nacional.
En
los comienzos del siglo XIX, cuando había que defender el propio suelo de la
codicia napoleónica, el ejército español desempeñó un papel tristísimo. La
larga guerra de la independencia, iniciada en Madrid el 2 de mayo de 1808, peso
exclusivamente sobre el pueblo español y algunos oficiales y soldados. Sólo en
América desplegó el ejército alguna energía digna de mejor causa. Iba
encaminada a frustrar los fundados deseos de independencia de aquellas colonias.
Un
biógrafo del general Espartero califica el desprestigio del generalato en la
guerra de nuestra independencia con estas duras palabras: «De la guerra de la
independencia salió mermado el prestigio del elemento militar, porque España,
si se salvó de la invasión napoleónica, fue más por el esfuerzo del elemento
civil, del paisanaje, que llegó hasta el sacrificio y presentó al gran Napoleón
una lucha singular que desconcertaba y hacía inútil toda su ciencia táctica y
estratégica, que por el ejército organizado» 2
2
Conde Romanones: Espartero o el general del pueblo, Madrid, 1954.
Durante
las guerras carlistas el ejército se declaró liberal. Los militares que
regresaban de América después del desastre de Ayacucho llegaban contagiados
del liberalismo esparcido por aquel continente, y poseídos de resquemor contra
el absolutismo real que les había dejado en la estacada, ocupado que se hallaba
Fernando VII en perseguir a los liberales como a alimañas. Ya se había
producido el primer pronunciamiento (el del general Riego) que hizo pasar al rey
felón por las horcas caudinas constitucionales. Por otra parte, a estos
generales repatriados, marcados con el estigma de la derrota, se les postergaba
y humillaba llamándoles «ayacuchos». Su reacción liberal se comprende si se
tiene en cuenta que el pretendiente Carlos María Isidro se había levantado
proclamando los mismos principios absolutistas de su difunto hermano, que habían
soliviantado a los patriotas americanos y producido la catástrofe colonial.
Era, por tanto, el liberalismo de estos militares sin convicción profunda, como
demostrarían sus caudillos a partir de la paz de Vergara, dividiéndose entre
ellos y combatiéndose por ambiciones políticas, dando así lugar a la danza
sin fin de los pronunciamientos.
El
primer general en pronunciarse fue Riego. Prisionero de Napoleón en Francia,
había abrazado las ideas liberales de la primera república francesa.
(O’Donell, otro general español, acompañó desde Francia a las tropas del
general Angulema que invadieron España para rescatar a Fernando VII de la «tiranía»
constitucional.) O’Donell, Narváez y demás espadones tomaron a Riego por
modelo para menesteres bien distintos. Prim fue el último general liberal y uno
de los principales actores de la revolución que en 1868 destronó a Isabel II.
A
la muerte de Prim, que tuvo lo suyo que desear, el ejercito volvió a las
andadas llevando colgados de sus brazos a Iglesia y Trono. Los generales Pavía
y Martínez Campos fueron los campeones de la restauración borbónica: el
primero enterró a la Primera República; el segundo proclamó a Alfonso XII.
Otros generales, Pola Vieja, Marina, Weyler, enterraron a golpe de despotismo
los últimos vestigios del imperio español de ultramar. Estos habían de
encarnar el militarismo peninsular de la nueva etapa borbónica.
Esta
nueva etapa se caracteriza por un rabioso patriotismo militar que va en aumento
a medida que el pueblo español y sus élites intelectuales se oponen a que España
se convierta en colonia de su ejército. El conflicto tomó vuelos
antimilitaristas populares con las primeras catástrofes del ejército de
Africa. Su repercusión es de tipo político-social aguda en algunas zonas de la
península. El ejército cae en la más completa impopularidad, pero el
antimilitarismo se encuentra frenado por un sentimentalismo latente hacia los
individuos de tropa. El pueblo sigue distinguiendo entre los soldados, esclavos
de la disciplina, y los jefes, fatuos, arrogantes, reaccionarios y belicosos. El
fenómeno del pronunciamiento sigue medrando merced a esta aprehensión popular
que rehusa batirse con sus hermanos uniformados, vale decir «cautivos». De ahí
la derrota popular de 1909 (semana trágica de Barcelona), el fusilamiento de
Francisco Ferrer y otros episodios sangrientos posteriores.
Se
da por aquel tiempo un fenómeno frecuente en las zonas fronterizas o de puerto
de mar: la deserción sistemática de los mozos llamados al cuartel. La vida de
cuartel es insoportable. La disciplina militar es más una humillación a la
dignidad humana que una eficacidad táctica. Las continuas guerras provocadas en
Africa por altos y pequeños grados militares, con vistas al escalafón de
ascensos, aumenta el contingente de prófugos que cruza la frontera francesa o
se dirige a América...
A
veces surgen voces jóvenes en el ejército, pero quedan pronto sofocadas por el
peso de los atavismos profesionales. Ya nos hemos ocupado de las Juntas
Militares de Defensa y de las esperanzas que inspiraron a la opinión liberal
civil. Se creía ver en estas un nuevo resurgir del militarismo liberal del
siglo pasado. Pero el río revuelto regresaba pronto a su viejo lecho. Durante
la crisis revolucionaria de 1917 los viejos y nuevos partidos antidinásticos y
regionalistas especularon o cayeron candorosamente en una supuesta evolución de
la mentalidad de los jóvenes oficiales agrupados en las juntas de Defensa. Pero
el milagro no se produjo. La ilusión se resolvió pronto en descargas cerradas
de fusilería contra el pueblo.
Las
tales Juntas, cuyos únicos móviles eran abrir brecha en el escalafón de
ascensos que monopolizaban los altos grados, hablaron ya entonces el claro
lenguaje de la dictadura militar. Dijeron, por ejemplo: «Las circunstancias
pueden imponernos fatalmente la sagrada obligación de intervenir en la vida
nacional, para imponer a los políticos miras y procedimientos de moralidad,
justicia y previsión que, de no ser su norte, precipitarían a España a la
ruina y al desastre.»
La
legislación civil fue invadida por medidas drásticas destinadas a hacer tabú
el dogma de la inviolabilidad del ejército. Este se proclamaba intocable y por
encima de toda crítica. Los infractores de esta intocabilidad caían automáticamente
bajo el impacto de los tribunales militares provistos del fuero de guerra (Ley
de Jurisdicciones). El calificativo de antipatriotas y antiespañoles iba anexo.
No escaseaban los militares «impacientes» que teniendo por farragoso el trámite
judicial tomábanse la justicia por su mano de cuya acción directa salían
malparados los órganos de la prensa de oposición.
La
dictadura del general Primo de Rivera rompió definitivamente los últimos
vestigios de la leyenda rosa militar. Definitivamente liberalismo y militarismo
eran factores excluyentes. Los anarquistas acrecentaron la propaganda
antimilitarista en los cuarteles. Iba encaminada a insubordinar al soldado. Los
primeros resultados se obtuvieron en 1920. El 8 de enero de este mismo año hubo
una sublevación militar en Zaragoza (hecho del cuartel del Carmen). Angel
Chueca, un paisano anarquista cabecilla de la sublevación, resultó muerto en
la refriega. El cabo Godoy, complicado en los hechos, fue fusilado.
Ya
nos hemos referido también al intento de asalto del cuartel de Atarazanas
(1926), en Barcelona. Se creía contar entonces con la complicidad de algunos
militares (ilusión harto repetida) que a última hora hicieron defección.
Desde entonces la C. N. T. parece extremar la prudencia en sus andanzas
conspirativas con elementos castrenses. Se empieza a exigir, como condición
previa a toda acción sincronizada, que los militares empiecen por sacar los cañones
a la calle.
A
partir de 1933 las insurrecciones anarcosindicalistas tienen el asalto al
cuartel como primer objetivo. La que estalló en enero de aquel año empezó con
un asalto (frustrado trágicamente) al cuartel de La Panera (Lérida). En
diciembre del mismo año se sublevó, de acuerdo con la C. N. T., parte de la
guarnición de Villanueva de la Serena. El organizador de la rebelión, sargento
Pío Sopena, pereció en los escombros de su heroico reducto. Uno de los periódicos
clandestinos de la época llevaba el titulo de El soldado del pueblo y
estaba editado por la F. A. I., que lo divulgaba entre la tropa.
Esta
propaganda hacía mella en la disciplina del ejército; sobre todo en aquellas
guarniciones situadas en zonas conmovidas por las luchas sociales. El 19 de
julio de 1936, en Barcelona, al chocar los primeros grupos anarquistas con el ejército,
no se tuvo en cuenta el viejo reparo sentimental ante el soldado «esclavo de la
disciplina». Se atacó resueltamente a la tropa y sus mandos, y aquélla, en el
trance de tener que defender su vida, optó por hacer causa común con el
pueblo.
Potencialmente
la sublevación militar de julio de 1936 ha sido considerada un fracaso por los
técnicos. Pues sólo tuvo éxito completo en las regiones militares VI y VII.
La I. III y IV, las principales (Madrid, Valencia y Barcelona), fueron
aniquiladas, la segunda sin lucha. La de Galicia tuvo que emplearse a fondo para
imponerse.
La
Marina de Guerra sufrió un tremendo descalabro. No obstante, fue, insuficiente
la vigorosa contraofensiva popular: Consiguió ésta poner termino a la tradición
victoriosa de los pronunciamientos pero no pudo evitar la guerra.
Los
pronunciamientos se habían desarrollado siempre como un desfile militar. Cuanto
más, conseguían los pronunciados imponerse con una única batalla, las más de
las veces sin sangre. Con frecuencia bastaba un «bando» (proclama impresa)
fijado en las paredes de las esquinas o plazas, por el que se proclamaba el
estado de guerra. Seguía el desfile marcial de alguna tropa a la vista de
grupos de curiosos que por lo regular aplaudían. No se había llegado nunca a
una guerra civil abierta originada por un pronunciamiento. Las guerras civiles
carlistas no fueron pronunciamientos militares sino adhesión de elementos del
ejército al pronunciamiento clerical.
El
pronunciamiento clásico fracasó pero la guerra civil quedó planteada con una
furia y una capacidad de destrucción sin precedentes dados los modernos
elementos de combate que habrían de ponerse en juego. A los militares, si el
pronunciamiento se saldó para ellos con una derrota vergonzosa, la guerra civil
les fue propicia desde el primer momento. La guerra se levantó desde el primer
momento como un obstáculo para la revolución. Las maltrechas y abolladas
instituciones del Estado encontraron, en cambio, un gran alivio y un pretexto de
alcance dialéctico que oponer al romanticismo revolucionario. Para hacer frente
al ejército enemigo se necesitaba otro ejército. Un ejército era una cosa muy
seria. Tenía que ser disciplinado, con unidad de mando, encuadrado
militarmente, obediente a la voz de un gobierno fuerte, centralizado, expresión
de todas las fuerzas del antifascismo. Esta dialéctica ¾que
incuestionablemente apoyaban los acontecimientos¾
perseguía un propósito indeclinable: desarmar al pueblo.
Algunos
militantes de la C. N. T. - F. A. I. dejábanse impresionar por ella, y si
adivinaban a veces su doble propósito ofrecían una resistencia aleatoria. Sin
embargo, el lenguaje gubernamental no podía ser más expresivo. Sobrepuesto
apenas del sobresalto de la sublevación militar el ministro de la Gobernación
en un «bando» señalaba que quedaba «terminantemente prohibida la circulación
de vehículos con personas armadas, cualquiera que fuese la clase, dándose la
orden de detención y de desarme de aquellos que no vayan provistos de una
autorización especial para un servicio concreto».
Cuatro días después de la toma del cuartel de Atarazanas (24 de julio) una columna de tres mil milicianos voluntarios, mandada por Buenaventura Durruti y asesorada técnicamente por el comandante Pérez Farrás (republicano catalanista), se puso en marcha hacia Zaragoza. En Madrid, sede del gobierno central, de dominio republicano-socialista, las milicias tomaron el camino de la sierra de Guadarrama cuyos puertos amenazaban las columnas facciosas del general Mola. La revolución y la guerra tomaría allí otros rumbos.
A
primeros de agosto el gobierno central publicaba un decreto que disponía
la movilización de los jóvenes de los reemplazos de 1933, 1934 y 1935.
Los movilizados tenían que ingresar en los cuarteles y quedar a disposición de
los militares profesionales. Cantidad de estos jóvenes se había alistado en
las milicias voluntariamente. Otros estaban dispuestos a seguir su ejemplo y el
resto luchaba ya en el frente.
En
Barcelona los movilizados se soliviantaron al tener noticia del decreto y la C.
N. T. al principio apoyo su actitud. Diez mil jóvenes se reunieron en asamblea
para acordar ir al frente como milicianos, no como soldados, pero sin pasar por
los cuarteles. Odiaban la disciplina cuartelera y a los profesionales de la
disciplina que se habían indisciplinado contra la República después de
haberle jurado fidelidad.
La
C. N. T. hizo público un manifiesto, el cual decía: «No podemos defender la
existencia de un ejército regular, uniformado, obligatorio. Este ejército debe
ser sustituido por las milicias populares, por el pueblo en armas, garantía única
de que la libertad será defendida con entusiasmo y de que en la sombra no se
incubarán nuevas conspiraciones.»
El
2 de agosto, un Pleno de la F. A. I. se pronunciaba por las milicias populares y
contra su militarización. Aceptaba la F. A. I. «una organización en la acción,
indispensable en toda guerra». Pero el litigio fue zanjado por una solución
intermedia. El 6 de agosto, el Comité Central de Milicias Antifascistas de
Cataluña publicaba una nota ordenando a los movilizados presentarse
inmediatamente a los cuarteles donde quedarían a disposición del mismo Comité
de Milicias. La C. N. T. intervenía directamente en la preparación militar.
Los cuarteles tomaron otros nombres más a tono con las circunstancias y la
delicada tarea a que estaban ahora destinados: Bankunín, Durruti, Carlos
Marx, Lenin... El personal técnico del vicio ejército, depurado por las
organizaciones y los partidos debía acudir a los cuarteles a convenir sobre la
utilización de sus servicios. Este personal técnico era poco numeroso y de ínfima
graduación. Sin embargo, se seguía recelando de su fidelidad. Por acuerdo de
la C. N. T. y la U. G. T. se crearon entonces los llamados Comités de Obreros y
Soldados en todos los centros armados.
En
la zona central, donde la militarización de las milicias se impuso sin
dificultades desde los primeros momentos por designio
de los elementos marxistas mayoritarios, la C. N. T. creó un Comité de Defensa
propio que durante las primeras semanas del asedio fascista a la capital de España
fraguó como pocos la resistencia popular.
En
el primer mitin celebrado en Barcelona por la C. N. T. - F. A. I., García
Oliver pronunció un discurso que señalaba una nueva orientación militar (10
de agosto). Ante el empeño del gobierno central de poner en pie el viejo ejército,
propuso la creación de un ejército nuevo: «El ejército del pueblo, salido de
las milicias —dijo—, debe organizarse en base a una concepción nueva. Vamos
a organizar una escuela militar revolucionaria en donde formemos los mandos técnicos,
que no estarán calcados de la antigua oficialidad sino como simples técnicos
que seguirán, además, las indicaciones de los oficiales instructores que han
demostrado su fidelidad al pueblo y al proletariado.» De esta iniciativa
confederal nació la Escuela de Guerra en la que durante la larga campaña se
fue formando la nueva oficialidad.
El
4 de septiembre, al hacerse cargo del poder el socialista Largo Caballero,
declaró a los corresponsales de la prensa extranjera: «Primero, ganar la
guerra, y entonces podremos hablar de revolución». El 27 de septiembre se
reorganizó el gobierno catalán bajo el nombre de Consejo de la Generalidad.
Del mismo formaban parte tres anarcosindicalistas. En la declaración política
de aquel gobierno se decía: «Concentración del máximo esfuerzo en la guerra,
no ahorrando ningún medio que pueda contribuir a su fin rápido y victorioso.
Mando único, coordinación de todas las unidades combatientes, creación de las
milicias obligatorias y refuerzos de la disciplina».
El
25 de octubre se firmaba en Barcelona un pacto entre las organizaciones y
partidos C. N. T., U. G. T., F. A. I. y P. S. U. C. La base cuarta de este pacto
establecía un «mando único que coordínela acción de todas las unidades
combatientes, la creación de las milicias obligatorias convertidas en gran ejército
popular y el refuerzo de la disciplina».
La
formación del Consejo de la Generalidad disolvía automáticamente el Comité
Central de Milicias Antifascistas de Cataluña. «Ha sido disuelto el Comité de
Milicias porque la Generalidad ya nos representa a todos», declaraba a la sazón
García Oliver. Santillán ha explicado después de la guerra las causas de
aquel cambio de rumbo: «Sabíamos que no era posible triunfar en la revolución
si no se triunfaba en la guerra, y por la guerra lo sacrificábamos todo,
sacrificábamos la revolución misma sin advertir que este sacrificio implicaba
también el sacrificio de los objetivos de la guerra ( ... ). El Comité de
Milicias garantizaba la autonomía de Cataluña, garantizaba la pureza de la
legitimidad de la guerra, garantizaba la resurrección del ritmo español y del
alma española ( ... ) pero se nos decía y repetía sin cesar que mientras
persistiéramos en mantenerlo, es decir, mientras persistiéramos en afirmar el
poder popular no llegarían armas a Cataluña, ni se nos facilitarían divisas
para adquirirlas en el extranjero, ni se nos proporcionarían materias primas
para la industria. Y como perder la guerra equivalía a perderlo todo ( ... )
dejamos el Comité de Milicias para incorporarnos al gobierno de la Generalidad
en la Consejería de Defensa y en otros departamentos vitales del gobierno autónomo»
3.
3
Diego Abad de Santillán: Por qué perdimos la guerra, Buenos Aires, 1940.
Habrá
que aclarar aquí que en el primer Consejo de la Generalidad la cartera de
Defensa la desempeñaba un técnico: Díaz Sandino, un oficial de aviación
militar que se había distinguido el 19 de julio arrojando bombas desde sus
aparatos sobre la fortaleza de Atarazanas. No obstante, los asesores de este
consejero eran anarquistas. El departamento de Defensa del mismo gobierno lo
ocupó directamente la C. N. T. a raíz de la primera crisis gubernamental (13
de diciembre).
Como
quiera que fuese, asistíamos a la creación de una especie de ejército catalán,
dependiente del gobierno de la Generalidad más que del central, trampa a las
atribuciones señaladas en el estatuto de autonomía. Lo que prueba que la
tonitonante consigna de «disciplina» a todo pasto iba destinada al consumo del
pueblo, reservándose los políticos catalanes que la esgrimían una
interpretación más subjetiva en aquello que les afectaba particularmente. Por
lo que se refiere al gobierno central, la promesa de dar armas a las milicias
confederales si se militarizaban era un chantaje de los más vulgares, pues una
vez logrado el fin de la militarización las unidades anarquistas fueron siempre
las peor armadas.
Por
aquellos días de agosto en las oficinas de propaganda de la C. N. T. - F. A. I.
se especulaba mucho sobre una frase de Durruti pronunciada en un discurso
radiado desde su cuartel general de Bujaraloz. La frase era esta: «Renunciamos
a todo menos a la victoria. » Los combatientes anarquistas resistíanse
tenazmente a la militarización y se hacía leña de toda astilla para
convencerles. Se quería significar por aquella frase que el gran guerrillero
estaba dispuesto a sacrificar la revolución a la guerra. La suposición es
falsa. Un perfecto conocimiento del temperamento de Durruti y de sus
convicciones revolucionarias pone siempre en duda aquella doble afirmación. Las
realizaciones revolucionarias que patrocinó personalmente en su amplia zona de
operaciones descartan el pretendido sentido de aquella frase. Durruti estuvo en
Madrid por aquellos días para plantearle al gobierno central la necesidad de
armamento en que se encontraban sus centurias combatientes. En aquella misma
ocasión declaró a la prensa madrileña: «En cuanto a mi columna estoy
satisfecho de ella. Nosotros hacemos la guerra y la revolución al mismo tiempo.
Las medidas revolucionarias no se toman solamente en Barcelona sino que llegan
hasta la línea de fuego. Cada pueblo que conquistamos empieza a desenvolverse
revolucionariamente
(
... ). En la ruta que hemos seguido no hay más que combatientes. Todo el mundo
trabaja para la guerra y la revolución. Esta es nuestra fuerza.»
«Esta
es nuestra fuerza», es decir que para Durruti la revolución era lo que daba
fuerza a la guerra.
En
los primeros días de septiembre se celebró un Pleno Nacional de Regionales de
la C. N. T. para estudiar las proposiciones de colaboración política en el
gobierno central hechas por Largo Caballero a los confederales. La respuesta del
Pleno fue una contraproposición llamada a transformar el gobierno en un Consejo
Nacional de Defensa. En el mismo documento se propone: «Creación de la milicia
de guerra con carácter obligatorio y control de las milicias por los Consejos
de Obreros y Milicianos, constituidos por comisiones mixtas formadas por la C.
N. T. y la U. G. T. Simplificación de mandos, circunscribiéndolos a la gestión
y denominación de técnicos militares. Creación de una dirección militar única,
constituyendo un comisariado de guerra nombrado por el Consejo Nacional de
Defensa y con representantes de los tres sectores que luchan contra el fascismo»
(republicanos, marxistas y anarquistas).
El
6 de noviembre el gobierno abandona Madrid y se traslada a Valencia. Encarga de
la defensa de Madrid a una junta compuesta de todos los partidos y
organizaciones, C. N. T. y Juventudes Libertarias comprendidas. El 12 de
diciembre la Comandancia de Milicias comunicaba desde la prensa que estimaba de
«necesidad imprescindible para la eficacia de nuestra guerra la creación de un
ejército regular, teniendo en cuenta el decreto del gobierno sobre la
militarización de las milicias, y a este fin encuadrar todos los grupos y
batallones de milicias de las diferentes organizaciones en unidades completas de
batallones y brigadas». Estas unidades serían «las únicas que se reconocerían
para los efectos de cobro, quedando exentos del percibo de haberes e intendencia
aquellos que resistan encuadrarse en estas condiciones».
Esta
disposición fue ratificada por un bando del general Miaja, presidente de la
junta de Defensa (24 de diciembre), en el que se decretaba:
«Queda
terminantemente prohibido circular por el interior de la población con arma
larga, haciéndolo sólo fuerzas formadas y a las órdenes de jefes responsables
de las unidades combatientes de que forman parte...» Los demás grupos armados
sin misión oficial a su cargo serían «considerados como facciosos y sometidos
a la sanción correspondiente del Código de Justicia Militar».
Sobre
este pérfido armatoste castrense, Solidaridad Obrera del 30 de octubre
anunciaba que se estaba elaborando un nuevo Código de Justicia Militar por
elementos de las organizaciones antifascistas. Al siguiente día el mismo periódico
atacaba el decreto de militarización de las milicias, hecho público entonces,
que hacía referencia a la aplicación del vigente código «entretanto se
elaborase uno nuevo». Decía Solidaridad Obrera:
«Una
cosa es reconocer, como reconocemos, la necesidad de regular el capricho y la
veleidad de los milicianos, de dar una base severa al sentido de responsabilidad
de los combatientes ( ... ) otra cosa es ese encuadramiento imposible dentro del
marco destruido por la propia sedición militar.»
El
decreto de militarización de las milicias produjo una viva reacción entre el
voluntariado anarquista. Los más intransigentes abandonaron el frente. Pero los
refractarios que se hallaban en edad militar caían bajo el impacto de la
movilización de quintas, lo que hacía difícil la escapatoria. Entre verse
movilizado oficialmente y destinado a las odiosas brigadas comunistas o poder
escoger libremente una división confederal, la elección no era dudosa. Muchos
de los jóvenes afectados, en vísperas de su ingreso en las respectivas cajas
de reclutamiento se dirigían directamente al frente acoplándose a las unidades
de su simpatía ideológica. Así quedó convertida, por ejemplo, la Columna
Durruti, después de la muerte de éste, en 26 División. Otras columnas
confederales del frente de Aragón formaron la 25 y 28 Divisiones. La Tierra y
Libertad y la Columna de Hierro se convirtieron en la 153 y 82 Brigadas. Y así
sucesivamente.
Los
comunistas estaban en su elemento. Fueron los más pertinaces en la consigna de
« militarización », «disciplina de hierro» y «mando único». Desde los
primeros días de la guerra empezaron a organizarse militarmente bajo consignas
de Moscú en el famoso Quinto Regimiento. El 31 de agosto desfilaban ya
marcialmente ante el Ministerio de la Guerra formando el llamado Batallón
Acero. Formábanle 400 hombres armados de fusiles y ametralladoras, abría la
marcha una banda de música y ocho bellas milicianas. La organización militar
comunista aumentarla vertiginosamente merced a sus despliegues de propaganda y
sobre todo gracias al armamento ruso sobre el cual tenían primacía. Esta
primacía llegó a transformarse en monopolio.
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