El
4 de noviembre de 1936, a las diez y media de la noche, el jefe del gobierno,
Largo Caballero, publicó una nota comunicando la reorganización de su gabinete
con la incorporación de cuatro ministros de la C. N. T.: García Oliver,
Federica Montseny, Juan Peiró y Juan López. Por este paso la C. N. T. rompía
por primera vez en su larga historia con su tradición antipolítica y de acción
directa.
Antes
de analizar las consecuencias de esta actitud trascendental veamos cuáles
fueron las grandes etapas de esta tradición revolucionaría del
anarcosindicalismo español.
Veinte
años antes de la creación de la Asociación Internacional de los Trabajadores,
en Andalucía y Cataluña los campesinos y los obreros manifestaban un gran
desasosiego mediante insurrecciones y huelgas generales. Al producirse la
revolución política el 18 de septiembre de 1868, Bakunín envió un emisario a
España con el encargo de propagar el programa de la Internacional y de la
Alianza de la Democracia Socialista. Este emisario fue Fanelli, quien soldó
contactos en los centros federales de Barcelona y con un núcleo de jóvenes
elementos obreros en Madrid. Las ideas anarquistas sembradas por Bakunín y
Fanelli tuvieron por base real aquellos movimientos netamente populares que
fermentaban hacía años como una reacción desesperada contra los elementos políticos,
a causa de la decepción del pueblo por veleidades y traiciones. Todos los
movimientos políticos progresivos quedaban amortiguados por el engranaje burocrático
de la administración. Los conspiradores eran generalmente funcionarios
cesantes, y el ideal de la conspiración consistía en recuperar el acceso a las
ubres presupuestarias. Benito Pérez Galdós ha muy bien descrito la odisea del
empleado público cesante y a la vez conspirador en su obra Episodios
nacionales.
En
octubre de 1868 los internacionalistas de Ginebra se dirigían a los
trabajadores españoles a sugerencia de Bakunín: «La duda no es permitida hoy
—escribían—. La libertad sin la igualdad política, y ésta sin la igualdad
económica, no es más que una mentira». La revolución de 1868, en la que el
pueblo, que la había hecho posible, había depositado grandes esperanzas, creció
el escepticismo político de los trabajadores españoles. Max Nettlau resume así
sus observaciones: «El pueblo fue burlado después como antes de esa revolución.
Faltó una iniciativa republicana. Se vaciló entre insurrección y elecciones y
la reacción se afirmó pronto. Los obreros no estaban dispuestos a sacar las
castañas del fuego para los jefes republicanos y han debido saludar a la
Internacional como la verdadera expresión de sus esperanzas e intereses»
1.
1
Max Nettlau: Bakunín, la Internacional y la Alianza en España, Buenos Aires,
1925.
Teniendo
en cuenta el clima social naciente en España, el llamamiento de la
Internacional estaba llamado a encontrar una gran resonancia. Lo más expresivo
del mensaje era la famosa frase «La emancipación de los trabajadores ha de ser
obra de los trabajadores mismos». La más recia personalidad del núcleo español,
Anselmo Lorenzo, lo interpretaba de esta manera: «Levántese acta del
nacimiento del proletariado militante que viene al mundo a sustituir a aquel
Tercer Estado incapacitado ya para el bien, opuesto al progreso y que, según la
histórica frase de Sieyes, debía serlo todo »
2.
2
Anselmo Lorenzo: El proletariado militante, Barcelona, 1923.
Proudhon
ya había señalado que «el proletariado venía a recoger la bandera del
progreso arrojada al fango por la burguesía». La causa de los explotados había
servido de cínico pretexto a toda suerte de logreros políticos. Los explotados
se proponían ahora emanciparse por sus propios medios sin perder de vista que
la supresión de la explotación del hombre por el hombre no era solamente un
acto de emancipación de clase, sino «la refundición de todas las clases en
beneficio universal de la Humanidad» (Anselmo Lorenzo). En uno de los primeros
actos públicos celebrados por el núcleo internacionalista el mismo Anselmo
Lorenzo se expresaba de esta manera:
«No
venimos a hablaros de República como parece esperabais; muchos hay que de eso
se ocupan con elocuencia superior a la nuestra y con el entusiasmo de los que
trabajan por cuenta propia.»
En
el, primer manifiesto del mismo núcleo (24 de diciembre de 1869) se lee esta
frase: «Aquí todos somos trabajadores, Aquí todo lo esperamos de los
trabajadores. Sí acudís, cumplís un deber; si permanecéis indiferentes,
conste que os suicidáis.»
El
núcleo internacionalista de Barcelona trabajaba paralelamente con el de Madrid,
pero instalado en el Centro Republicano Federal. Sus hombres habían emergido
del movimiento federalista acaudillado por el gran político, escritor y filósofo
Pi y Margall, que había sido el primer traductor de Proudhon al español. Este
núcleo se había constituido en mayo de 1869 y mantenía relaciones directas
con Bakunín. Hasta fines de este mismo año no rompió el núcleo barcelonés
con la tradición electoral del centro político en que se cobijaba. Los dos núcleos
seguían líneas paralelas hasta que se estableció el contacto físico en junio
de 1870 en el primer congreso de la Internacional española, celebrado en
Barcelona.
En
este congreso se estableció una neta posición frente a la política: «Que
toda participación de la clase obrera en la política gubernamental de la clase
media no podría producir otros resultados que la consolidación del orden de
cosas existente, lo cual necesariamente paralizaría la acción revolucionaria
socialista del proletariado ( ... ). Esta Federación es la verdadera
representación del trabajo y debe verificarse fuera de los gobiernos políticos.»
En
julio del mismo año estalló la guerra franco-prusiana, y el 18 de marzo de
1871 se produjeron en París los graves sucesos que determinaron la proclamación
de la Comuna. Carlos Marx aprovechó el descalabro sufrido por los
internacionalistas franceses para su golpe de Estado desde el Consejo Federal de
Londres. En la conferencia convocada en esta ciudad, Marx aprovechó la ausencia
de ciertos internacionalistas, que en Francia sufrían la bestial represión de
Thiers, para marcar a la Internacional una línea política. En esta conferencia
estuvo presente Anselmo Lorenzo por España. Su deplorable impresión queda
reflejada en sus propias palabras: «Lo único en carácter, lo genuinamente
obrero, lo puramente emancipador tuve yo el alto honor de representarlo en
aquella conferencia: la Memoria sobre la organización formulada por la
conferencia de Valencia ...En mis sentimientos y en mis pensamientos me vi solo,
juzgué, acaso por un rasgo de soberbia, que yo era el único internacional allí
presente, y me sentí incapaz de hacer nada útil, y aunque algo dije en expresión
de mi desilusión, me oyeron como quien oye llover y no produjo sensación ni
efecto alguno.»
La
conferencia de Londres tuvo lugar del 17 al 23 de septiembre de 1871. Marx al
recibir a Anselmo Lorenzo le había dado un beso en la frente. Este beso sería
el de Judas. Pocos meses después (en la Navidad de aquel mismo año) expidió a
España a su yerno Lafargue en misión de cuña entre los elementos bakuninistas
y para constituir allí un partido político electoral. La primera visita de
Lafargue fue para Pi y Margall, a quien expuso sus proyectos. Pi le respondió
que los obreros españoles no querían saber ni siquiera de su propio partido.
Ante esta contrariedad el agente de Marx se pondría en contacto con el Consejo
Federal español al que propuso abiertamente la constitución de un partido
obrero. Según Max Nettlau, todos, «absolutamente todos» sus miembros,
rechazaron dicho programa por considerarlo «contrario a las ideas de la
Asociación Internacional de los Trabajadores». Lafargue recurrió entonces a
dos armas suplementarias: la adulación y la calumnia.
Con
la primera se procuró algunos amigos, con la segunda denunció a los miembros
españoles de la Alianza de la Democracia Socialista de ejercer una labor
conspirativa en el seno de la Internacional. El intrigante y sus amigos fueron
expulsados, y los mismos se constituyeron en nueva Federación Madrileña que
reconoció el Consejo Federal de Londres en agosto de 1872. El complot
escisionista quedó reducido a la más mínima expresión. Los trabajadores españoles
volvieron la espalda a la intriga política de Marx, Engels y Lafargue. Max
Nettlau resume los hechos en estas breves palabras: «He aquí el resultado de
la intriga frustrada por la inmensa mayoría de los internacionalistas españoles
que no querían ni partido obrero ni tutela de Engels y Lafargue.»
La
Internacional se escindió en el congreso celebrado en La Haya en septiembre de
1872. Fue un congreso prefabricado en el que Marx consiguió hacer aprobar por
la mayoría también fabricada una resolución política ya aprobada por la
conferencia de Londres y cuyo primer párrafo expresa: «En la lucha contra el
poder colectivo de las clases poseedoras el proletariado no puede obrar como
clase, sino constituyéndose él mismo en partido político opuesto a todos los
antiguos partidos formados por las clases poseedoras.»
España
estuvo representada en La Haya por cuatro delegados, los cuales se retiraron del
congreso junto con los delegados de Italia, Suiza, Bélgica, Holanda y parte de
las delegaciones de Francia, Inglaterra y los Estados Unidos de América del
Norte. Los mismos se reunieron en congreso antiautoritario en St-Imier, el mismo
mes, donde declararon:
«Que
la destrucción de todo poder político es el primer deber del proletariado. Que
toda organización de un poder político supuesto provisional y revolucionario
para llegar a esta destrucción no puede ser sino un engaño más y sería tan
peligroso para el proletariado como todos los gobiernos que existen hoy», etc.
En
diciembre del mismo año los delegados españoles informaron de su gestión en
un congreso que tuvo sus tareas en Córdoba. El congreso aprobó sin vacilar su
gestión.
El
11 de febrero. de 1873 fue proclamada en las Cortes la Primera República española.
Una circular del Consejo Federal, sito en Alcoy, fechada el 24 del mismo mes,
dice así en uno de sus párrafos:
«Nosotros
hemos visto con satisfacción el cambio mencionado, no por las garantías que
pueda dar a la clase obrera, siempre esquilmada y escarnecida en todas las
organizaciones burguesas, pero sí porque la República es el último baluarte
de la burguesía, la última trinchera de los explotadores del fruto de nuestro
trabajo, y un desengaño completo para todos aquellos hermanos nuestros que todo
lo han esperado y lo esperan de los gobiernos, no comprendiendo que su
emancipación política, religiosa y económica debe ser obra de los
trabajadores mismos.»
Efectivamente,
la República se hizo pronto impopular, pues la burguesía republicana no podía
tolerar que las delicias del nuevo régimen llegasen hasta los hogares de los
trabajadores. Estos aprovecharon la ocasión para plantear numerosas huelgas por
reivindicaciones morales y económicas. Los ministros republicanos, haciéndose
eco de la estrechez mental de sus correligionarios patronales, contestaron
brutalmente con la fuerza pública.
Por
todas partes se produjeron choques entre la guardia civil y los trabajadores.
Los sucesos más graves se produjeron en Alcoy, sede del Consejo Federal, donde
las provocaciones del alcalde y de los guardias fueron replicadas virilmente por
los obreros. Hubo muertos por ambas partes y un manifiesto de Consejo Federal
deshacía las calumnias oficiosas:
«Esos
trabajadores que hoy calumniáis son los mismos que en algún tiempo adulabais y
excitabais a la rebelión cuando el resultado de esta podía ser el mejoramiento
de vuestra posición particular. Esos trabajadores que llamáis vándalos y
asesinos son los mismos a quienes aconsejabais que ante los ataques a los
derechos, individuales el derecho de insurrección era legítimo, sin pensar que
algún día habíais de ser vosotros mismos los reaccionarios ... »
Con
la experiencia republicana los conocimientos de los trabajadores sobre la
variada zoología política fueron enriqueciéndose. La restauración de la
monarquía en enero de 1874 añadiría una experiencia más. El usufructo del
poder era alterno entre los dos grandes partidos. Era el «turno político»
entre conservadores y republicanos. Cuando un partido estaba harto dejaba comer
al otro. La oposición republicana o carlista era teórica y a veces decorativa,
o sea, consentida para dar mayor realce al espectáculo parlamentario. Un autor
francés nos pinta en pocas líneas aquel cuadro: «El turno político llegó a
implicar el cambio alternativo en la sinecura administrativa. La función pública
llegó a ser beneficio y no oficio. El pueblo comparó, la política a una
chuleta en que a cada lado le corresponde su vez de estar en el fuego»
3.
3
Pierre Vilar: Historia de España, Paris, 1960.
A
principios de siglo se produjo una importante fermentación catalanista. Para
frenarla el ministro Segismundo Moret, liberal monárquico, expidió a Barcelona
a un aventurero y gran orador llamado Alejandro Lerroux. Fundó éste un llamado
Partido Radical flanqueado de unos grupos de choque denominados «Jóvenes Bárbaros».
La demagogía de Lerroux era revolucionaria, furiosa y anticlerical. Dijo en un
mitin electoral que era la última vez que pedía el voto a los trabajadores
antes de llevarlos a las barricadas. Una frase anticlerical famosa suya decía:
«Hay que levantar el velo a las novicias y elevarlas a la categoría de madres».
La farsa del lerrouxismo duró hasta 1909, cuando el movimiento revolucionario
de Barcelona encontró al «emperador del Paralelo» (así se hacía llamar el
hombre) fuera de España. A esta «semana trágica» siguió la «semana cómica»
(1917) que interpretaron los políticos de izquierda mediante la farsa llamada
«asamblea parlamentaria».
En
1910, al constituirse la Confederación Nacional del Trabajo estaba fresco el
recuerdo de la semana trágica, la traición lerrouxista y otras bufonadas
catalanistas y republicanas. El partido catalanista (Liga Regionalista) había
incitado a la delación de los revolucionarios de 1909 desde su periódico La
veu de Catalunya. El sindicalismo revolucionario inauguraba una etapa gloriosa.
Una de las resoluciones del congreso fundacional de la C. N. T. decía: «El
congreso declara que la emancipación de los trabajadores ha de ser obra de los
trabajadores mismos. Por lo tanto, declara: que los sindicatos que integran la
Federación Nacional sólo pueden estar constituidos por los obreros que
conquisten su jornal en las empresas o industrias que explotan la burguesía y
el Estado.»
Hasta
1911 no hubo otro congreso nacional. Pero es de suma importancia el congreso
regional de Cataluña celebrado en junio-julio de 1918. El proyecto de estatutos
allí aprobado dice que la C. N. T. luchará « siempre en el más puro terreno
económico, o sea, en la acción directa ( ... ) despojándose por entero de
toda ingerencia política o religiosa». Otro acuerdo del mismo congreso resalta
que: «En las luchas entre el capital y el trabajo los sindicatos adheridos a la
Confederación vienen obligados a ejercer de un modo preferente el sistema de
acción directa, mientras circunstancias de verdadera fuerza mayor, debidamente
justificadas, no exijan el empleo de otras fórmulas distintas.» Completaban
estos acuerdos los siguientes: «Las entidades que no sean una agrupación de
profesión o de oficio para la resistencia al capital no deben intervenir
directamente en los asuntos que afectan a los sindicatos.» Item más: «Los políticos
profesionales no pueden representar nunca a las organizaciones obreras y éstas
deben procurar no domiciliarse en ningún centro político.»
En
el congreso nacional de 1919 se adoptó sin discusión el siguiente dictamen: «La
unión del proletariado organizado tiene que hacerse a base de acción directa
revolucionaria, desechando los sistemas arcaicos que se han empleado
anteriormente.» En cuanto al congreso nacional de 1931, éste es todavía más
tajante con los contactos políticos de los medios obreros. Uno de los delegados
(Juan Peiró) se expresó del siguiente modo: «Es principio establecido dentro
de la Confederación Nacional que todo individuo perteneciente a un partido político
que haya pretendido representar a éste, no puede ser militante de la
Confederación, no puede tener cargo directivo ni representativo: acuerdo del
congreso de la Comedia (congreso de 1919); esto se acordó también en la
conferencia del año 1922 en Zaragoza. Allí se convino que no se precisaba que
el individuo fuese candidato, hubiese sido electo para concejal, diputado
provincial o a Cortes, sino que bastaba que fuese un militante de un partido político
para que tampoco pudiese tener cargo representativo en la Confederación.»
El
congreso de 1931 ratificó este acuerdo y estableció medidas de expulsión para
los reincidentes.
Siempre
que hubiese dudas en la actuación de los compañeros o sindicatos se producían
reacciones tumultuosas. El congreso de 1919 reprochó duramente a la organización
de Barcelona el haber asistido al despacho del alcalde para formar parte de una
comisión mixta de patronos y obreros bajo presidencia o arbitraje de la primera
autoridad municipal. En el congreso de 1931 se pidió estrecha cuenta a comités
e individuos que habían mantenido relaciones conspirativas con políticos y
militares durante la dictadura de Primo de Rivera. La organización de Cataluña
destituyó de su cargo a su secretario general (Francisco Ascaso) por haber
declarado terminada una huelga desde los micrófonos de una radio oficial
(octubre de 1934).
Por
su profundo arraigo popular y potencialidad, la C. N. T. tuvo en celo constante
a los codiciosos políticos de izquierda que inútilmente trataron de
conquistarla para sus empresas electorales. El celo se convirtió en obsesión.
Al no poder realizar sus deseos se dedicaron a especular con ciertas frases y
actos a los que les daban una significación política que no tenían. Era el
anzuelo siempre tendido a los débiles de espíritu. La conferencia celebrada en
Zaragoza en 1922 había elaborado un dictamen con las siguientes superfluidades:
«... por la misma razón que nos llamamos antipolíticos la Confederación no
debe inhibirse de ninguno de los problemas que en la vida nacional se
plantean...» Item más: «... la interpretación dada a la política es
arbitraria, ya que ella no debe ni puede interpretarse con el solo sentido de
arte de gobernar a los pueblos».
Bastó
esta afirmación para que la prensa política celebrase el acontecimiento del
siglo: el ingreso de la C. N. T. en las lides parlamentarias. Para darse este
gusto se desvirtuarían unas palabras que, bien que inoportunas, no podían
prestarse a dobles intenciones. Solidaridad Obrera, de Valencia, que dirigía
Eusebio C. Carbó, contestaba el 21 de junio, remendando como pudo el estropicio
de los ponentes:
«¿Quién
ignora que queremos intervenir en la vida pública? ¿Quién ignora que hemos
intervenido siempre?... Sí, queremos intervenir. Intervenimos. Pero desde
nuestros medios, desde nuestro campo. Desde nuestras organizaciones. Desde
nuestra prensa. Sin intermediarios. Sin delegados. Sin representantes... No.
Nosotros no iremos al Municipio, a la Diputación, al Parlamento. La Confederación
es incapaz de esta apostasía infamante, de esta claudicación afrentosa ... »
4.
4
Cita en el libro de Manuel Buenacasa, ya mencionado.
No
pudiendo lograr sus propósitos de arrastrar colectivamente a la organización
confederal hacia el hemiciclo parlamentario, los políticos de izquierda dedicáronse
a trabajar a los individuos mas significados mediante el halago. Este método
tampoco les dio el resultado apetecido. O bien, los resultados fueron menguados.
Sólo consiguieron doblegar a individuos mediocres, sin influencia en los
sindicatos, o ya decrépitos. El despecho les haría ignorar el respeto que se
debe a los muertos, sobre todo a los que supieron morir como hombres, sin
retroceder ante el peligro. Tales las especulaciones postmortem sobre Salvador
Seguí.
Salvador
Seguí fue uno de los militantes más destacados de la etapa confederal que cerró
la dictadura de Primo de Rivera. Su influencia entre los afiliados fue inmensa,
pero no arrebatadora. La educación social del militante confederal hace a éste
poco propicio a los arrebatos. En las organizaciones de masas los arrebatados
suelen ser los líderes. Seguí tuvo que invocar todos sus recursos para no ser
arrebatado por las multitudes y por ciertos grupos suicidas en el más
gigantesco de sus discursos, en una plaza de toros de Barcelona, cuando la
crisis de La Canadiense (1919).
Nunca
hubo jefes en la Confederación y menos personalidades indiscutibles. La de
Salvador Seguí lo fue en grado sumo, pero hay que decir en su honor que nunca
motivos serios pusieron en duda la rectitud de su conducta sindicalista
revolucionaria. Pero muerto Seguí (como se sabe, asesinado en plena vía pública
por asesinos asalariados del gobierno), algunos plumíferos ligeros de cascos, y
hasta cenetistas también ingrávidos, dieron en especular con mal gusto. Según
algunos de éstos, en vísperas de su muerte, Salvador Seguí habría dado su
consentimiento para una candidatura política encabezada por Layret, Companys y
Eugenio D'Ors. Hasta se ha «sabido», después de la muerte de Seguí y Layret,
no antes, el nombre del partido político que iban a formar.
Angel
Pestaña es tal vez el Único militante confederal de gran influencia vencido
por la tentación política. Como la mayoría de los hombres de la C. N. T.
procedía de humilde familia proletaria. Las convicciones de Pestaña empezaron
a flaquear al abrirse el ciclo democrático que trajo la República. Estas épocas
de transición son las más peligrosas, pues ponen a prueba el temple de los
hombres. Durante la época conspirativa se repara poco en los compañeros de
ruta. Una aspiración común hace que coincidan los hombres de los diferentes
partidos y organizaciones: apartar el obstáculo de la dictadura. Las más
heterogéneas personas sufren persecuciones y son alojadas en la misma cárcel.
Se establecen corrientes de simpatía entre antiguos antagonistas. Los hombres,
cara a cara, conociéndose por encima de las abstracciones a veces metafísicas
de los programas y los convencionalismos, acaban comprendiéndose. Pero la
dictadura ha caído y cada mochuelo regresa a su olivo. Unos van a recibir la
recompensa de sus sacrificios, la palma de la victoria; otros proseguirán el áspero
camino como nazarenos, con la cruz a cuestas. La perspectiva de los que van a
convertirse en personas honorables (hasta para los que los motejaron de
bandidos) y les espera el mando y la sinecura, es tentadora para los que
confrontan de nuevo la vida oscura y fatigante, la actuación clandestina, llena
de sacrificios y peligros, y parca, muy parca en compensaciones materiales
mediatas e inmediatas.
Pestaña
había sido de una tenacidad inaudita. Demostró en muchas ocasiones su
estoicismo y hasta su desprecio a la muerte, Sintió en carne propia el taladro
de las pistolas. Sufrió infinitamente cárcel y deportaciones. Acusó públicamente
a Bravo Portillo, policía y espía de Alemania en plena guerra, cuando el
hacerlo era un desafío a la muerte. Pestaña, hombre frío y acerado, calmo y
taciturno (el «Caballero de la Triste Figura», de Salvador Seguí), fue de éste
antagonista desde la izquierda extremista.
Las
convicciones de Pestaña empiezan a flaquear durante la clandestinidad
prerrepublicana. Peiró le zarandea. Después figuran los dos en el ala moderada
proscrita. De ella se despega Pestaña para fundar el Partido Sindicalista a
fines de 1932. La empresa es por avance un fracaso. Hasta las elecciones de 1936
no podrá beneficiarse del cable salvador del Frente Popular. Será entonces
diputado. La C. N. T., incluso sus compañeros de facción, le han dejado partir
solo hacía su senil aventura. El 19 de julio, durante las luchas callejeras en
Barcelona, cae preso de los facciosos ocasionalmente. Los guerrilleros de la C.
N. T. - F. A. I. lo liberan. ¿Quién va entonces hacia quién? ¿Pestaña a la
C. N. T. o la C. N. T. a Pestaña? Reingresará en esta organización como socio
de número, pero en las pocas sesiones del Parlamento será el diputado oficioso
de la C. N. T. Hay una ironía más profunda. Angel Pestaña, el réprobo, no es
más que un humilde diputado, una especie de abogado sin pleitos. La C. N. T.,
que lo había expulsado de su seno por político, tiene ministros en el
gobierno.
Pestaña dejó de existir el 11 de diciembre de 1937 dentro de la C. N. T. Esta, por aquella fecha había sido arrojada del gobierno, de todos los gobiernos. Veamos de más cerca el proceso de esta transfiguración.
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