Uno
de los principales motivos del espectacular desarrollo del Partido Comunista
español durante la guerra civil consiste en la decisión del gobierno soviético
de apoyar militarmente al gobierno republicano.
Al
estallar la sublevación militar, no obstante sus ruidosas campañas el P. C. E.
carecía de arraigo en las masas obreras y campesinas. Sus cuadros carecían de
militantes de prestigio. Se estima en 30.000 los afiliados que controlaban estos
cuadros. Un solo sindicato de la C. N. T. (Construcción o Metalurgia de
Barcelona) podía rebasar de lejos los 30.000 adherentes.
Se
conocen hoy con bastante precisión los motivos secretos que movieron a la U. R.
S. S. a socorrer militarmente al gobierno español republicano. Estas razones no
eran de tipo sentimental ni ideológico, sino diplomáticas y estratégicas.
Después de la segunda guerra mundial se han publicado, por las cancillerías de
las potencias vencedoras, importantes documentos que establecen los verdaderos
fines de la no intervención y de la intervención solapada. Tres grandes
potencias (Inglaterra, Alemania y la U. R. S. S.) desarrollan en España las
grandes líneas de su política exterior.
Antes
de plantearse el caso de España, el equilibrio europeo estaba basado en la
actitud de Alemania. Italia y Francia encarnaban el fascismo y el antifascismo.
Pero estos dos países se apoyaban respectivamente en la política exterior de
Alemania e Inglaterra. El Frente Popular francés era hasta cierto punto una
concesión a la política exterior de la Unión Soviética, que había lanzado
la consigna de formación de frentes populares antifascistas a raíz del VII
Congreso de la Internacional Comunista.
Pero
la política tradicional francesa se hallaba subordinada a la estrategia del
mundo occidental que encabezaba la Gran Bretaña. Puede, pues, afirmarse que la
«razón del Estado francés» estaba por encima de la «razón del gobierno
francés». De ahí el Comité de No Intervención propuesto por el presidente
León Blum y patrocinado por el Foreign Office.
Para
la mejor comprensión de estas poderosas «razones de Estado» habría que
remontarse a la post-guerra de 1918 en que Rusia irrumpió en la escena política
internacional con su terrible fisonomía revolucionaria. Inglaterra y Francia
intentaron entonces aplastar la revolución rusa con intervenciones más o menos
directas y con el bloqueo llamado entonces «cordón sanitario». La
consecuencia fue ayudar al nuevo Estado ruso a desarrollar el germen de sus
tendencias totalitarias. Por de pronto la réplica de la Unión Soviética a la
intervención y al bloqueo fue exportar su revolución a Occidente.
La
agitación comunista en Occidente y la revolución rusa misma desarrollaron en
Europa otros movimientos revolucionarios, todo lo cual dio origen al fenómeno
fascista, nacido también del impacto del revanchista tratado de Versalles.
El
fascismo inauguró se reinado arremetiendo implacablemente contra los partidos y
las organizaciones izquierdistas. La reacción fascista fue saludada con
regocijo por el capitalismo occidental y también por vastos sectores de la
clase media, muy preocupados entonces por las agitaciones obreras y
revolucionarias que tenían lugar en algunos países, notablemente en España y
Francia. Donde el fascismo no había sido apoyado por el capitalismo democrático
y sus banqueros, era bienquisto por los gobiernos, que veían en él un
contraveneno y también un parachoques contra la expansión comunista. El
fascismo aplastaba a la vez las raíces de la civilización liberal y democrática,
pero los Estados democráticos sobreponían a estos escrúpulos románticos el
fin supremo de aplastar, junto con la revolución, a un Estado poderoso cuyo
crecimiento les inquietaba. Cuando más tarde el fascismo empezó a desarrollar
sus propios tópicos nacionalistas y de agresión contra el orden de Versalles,
los gobiernos occidentales siguieron viendo en él un ariete anticomunista y
contrarrevolucionario.
El
tournant se produjo en 1933 al ser proclamado Adolfo Hitler caudillo del Tercer
Reich alemán. El fascismo empezó entonces su gran ataque en dos frentes:
contra la revolución comunista y contra las democracias «podridas»,
responsables del «reparto de Versalles» y propietarias del mundo colonial. Las
democracias occidentales hubieran podido aplastar entonces en germen a este
nuevo enemigo, pero aplastar al fascismo era tanto como quitar de en medio un
serio obstáculo para la expansión comunista, con lo que resultaban víctimas
de su propio juego. A partir de entonces tuvieron el propósito de empujar hacia
las fronteras del Este el poderío militar de Alemania, que lo que seguía
proclamándose rabiosamente anticomunista, poderío que tomó auge con la
ocupación de Renania por los nazis, la reinstauración del servicio militar
obligatorio y el rearme.
Simultáneamente
los estrategas del Kremlin habían llegado exactamente a la misma conclusión
aunque en sentido diametralmente opuesto. Toda la diplomacia secreta de la U. R.
S. S. partía también del propósito de desviar de las fronteras de Rusia la
amenaza militar alemana, empujándola a su vez hacia las fronteras occidentales.
El que de los dos consiguiese su propósito asistiría como espectador a una
guerra de exterminio del otro con Alemania, al final de cuya guerra resultaría
verdadero vencedor sin apenas disparar un tiro. La segunda guerra mundial ha
demostrado que unos y otros habían desestimado la posibilidad de que Alemania
tuviese ella misma su propia carta a jugar
1.
1
Burnett Bellotten: The grand camouflage, Londres, 1961, pp. 95-103.
Desde
esta fecha acá se han publicado libros mejor documentados, valiéndose de
nuevos materiales. Citemos, por ejemplo, de la obra de Heleno Saña (La
Internacional Comunista, 1919-1945. Edit. Zero, Algorta, 1972), los capítulos
referentes a la guerra de España.
Al
producirse la crisis española la Unión Soviética venia trabajando varios años
para salir de su aislamiento diplomático. El primer paso en este sentido fue su
ingreso en la Sociedad de Naciones (1934) y la política de Frente Popular
adoptada por el VII Congreso de la Komintern (1935). Para facilitar la formación
de «frentes populares» en todos los países democráticos el comunismo tuvo
que renunciar a su demagogia revolucionaria y simular concesiones a las
corrientes liberales y pequeño-burguesas. Este viraje es interesante para
comprender la posición inicial del comunismo durante las primeras etapas de la
guerra civil española.
Al
producirse la sublevación militar en España, dado el clima de tensión
internacional, las principales potencias europeas vieron en el acontecimiento el
chispazo que podría desencadenar una conflagración mundial. Producido el
chispazo en Occidente, y habiendo intervenido desde el primer momento dos
potencias fascistas, los gobiernos democráticos, bajo la dirección de
Inglaterra, extremaron su prudencia. Por la misma razón geográfica, los
dirigentes soviéticos vieron con satisfacción que el temido chispazo se producía
lejos de sus fronteras. A partir de entonces resolvieron explotar el conflicto
en dos direcciones: conseguir pactos militares efectivos que pusieran a Rusia al
abrigo de su desolado aislamiento; o en caso contrario, envenenarlo para que
resultasen enzarzados los ejércitos fascistas y democráticos. Una de las
directrices de Stalin a sus agentes en España fue la de que procurasen
mantenerse «fuera del alcance de la artillería».
Bajo
el liderato de Inglaterra, los gobiernos occidentales estuvieron dispuestos a
hacer concesiones al expansionismo alemán en detrimento de los países del
Este. De ahí las crisis de Austria y Checoeslovaquia resueltas de acuerdo con
los apetitos del Tercer Reich. Por su parte Italia y Alemania, no menos
convencidas de la proximidad de una segunda guerra mundial, trataron de
aprovechar las ventajas del conflicto español para minar la retaguardia del
temido ejército francés, ampliar las bases navales en el Mediterráneo y
asegurarse ciertas materias primas estratégicas que produce el subsuelo español.
La
guerra desencadenada en España en julio de 1936 se convirtió muy pronto en una
carrera contra reloj entre las potencias fascistas y el gobierno de la U. R. S.
S. Los primeros deseaban liquidar el conflicto tan pronto ensayasen sus nuevas
armas de combate y hubiesen entrenado a sus pilotos, artilleros y tanquistas;
Rusia quería prolongarla hasta verla empalmada con una guerra continental en la
que se proponla quedar al margen viendo como se destrozaban todos los demás.
De
ahí su ayuda militar muy dosificada al gobierno legítimo español. Pero esta
ayuda, como veremos, no era incondicional. Para conseguir sus propósitos
interesaba a los rusos controlar las operaciones militares, lo que no podía
conseguirse sin controlar el gobierno y poner fin a la supremacía de las
fuerzas revolucionarias que tenían a este en la impotencia. Había que poner en
pie un dispositivo fuerte que obedeciera ciegamente a las consignas del Kremlin.
Había que robustecer el Partido Comunista español, que ante las grandes
aglomeraciones políticas y sindícales —socialistas y anarco sindicalistas—
hacia figura de pariente pobre.
Para
hacer salir de la nada ese Partido Comunista fuerte había que aprovechar todas
las oportunidades y explotar todas las deficiencias de la confusa situación política,
económica y militar. Esta misión fue encargada a un extenso equipo de
especialistas muy competentes en la intriga política que bajo el nombre de
consejeros y técnicos fueron exportados por el estado mayor de la Komintern.
Entre los técnicos y consejeros abundaban los agentes de la. N. K. V. D. El
establecimiento de relaciones diplomáticas entre Rusia y España (agosto de
1936) facilitó la operación.
La
ayuda italiana a los facciosos, que había sido negociada antes de la sublevación
militar, empezó a aplicarse desde los primeros días de la guerra civil. La
ayuda militar hitleriana siguió de cerca. Los primeros tanques y aviones rusos
llegaron a España en el mes de octubre.
La
intriga comunista se empleó a fondo en explotar todas las venturas y
desventuras que se producían en la llamada zona republicana: la marcha
desastrosa de las operaciones militares; la impreparación militar de las
milicias obreras y su indisciplina; el poder de los comités revolucionarios que
minimizaban al gobierno; el descontento de la pequeña burguesía y de los pequeños
propietarios del campo ante el hecho de las colectivizaciones; la humillación
de los políticos profesionales ante la arrebatadora influencia de la C. N. T. y
el socialismo de izquierda; el despacho de la burocracia y de los funcionarios
del Estado barridos de sus sitiales por la revolución; la necesidad de poner término
a la revolución misma para levantar el sitio puesto a la República por los
gobiernos de la No Intervención; la crisis interna que devoraba al Partido
Socialista, etc., etc.
El
Partido Comunista español había fracasado, en la década que empieza en 1931,
en sus repetidos intentos de apoderarse de la C. N. T., por asalto frontal o
usando su táctica peculiar del caballo de Troya. A partir de 1934, después de
la revolución asturiana, cambiaron de frente e hicieron motivo de sus
filtraciones a la U. G. T. Entre 1935-36, con motivo de la postura
revolucionaria adoptada por Largo Caballero, empezaron a minar las Juventudes
Socialistas que seguían devotamente las directrices de este líder socialista.
Con la complicidad de otro jefe socialista entregado secretamente a Moscú
(Alvarez del Vayo), algunos jóvenes socialistas fueron invitados a visitar la
Meca del proletariado. De esta excursión volvieron adoctrinados en la nueva fe.
Inmediatamente fue lanzada la consigna de fusión de las juventudes comunistas y
socialistas. Largo Caballero, que por su cuenta propia usaba entonces un
lenguaje sovietizante, dejaba hacer, creído de que las Juventudes Socialistas,
más numerosas y bien organizadas, terminarían por absorber a los jóvenes
comunistas. El primer acuerdo, realizado en marzo de 1936, establecía que los jóvenes
comunistas ingresarían en las juventudes Socialistas hasta que un futuro
congreso estableciese las bases para la fusión de ambos movimientos. Este
congreso no se ha producido nunca. De que no tuviese lugar se encargaron los jóvenes
socialistas ya comunizados que ocupaban los cargos directivos de la amalgama
socialista-comunista. Estos jóvenes que hacían el doble juego (el más
destacado de ellos Santiago Carrillo, hijo espiritual de Largo Caballero e hijo
carnal de Wenceslao Carrillo, viejo socialista caballerista) no tardaron en
ingresar secretamente en el Partido Comunista. La nueva organización juvenil se
titulaba Juventudes Socialistas Unificadas ( J. S. U.). A partir de los primeros
meses de la guerra la J. S. U. fue uno de los instrumentos más eficaces del
Partido Comunista español.
En
vísperas de la guerra civil el Partido Socialista español estaba dividido en
tres facciones que luchaban en su seno. Largo Caballero dominaba la facción
mayoritaria, que controlaba la U. G. T. y las Juventudes Socialistas; Indalecio
Prieto dominaba la Comisión Ejecutiva del Partido Socialista, y la facción o
tendencia minoritaria estaba representada por el grupo del socialista académico
Julián Besteiro. El motivo de la querella era la posición de Largo Caballero
que quería romper la colaboración tradicional con los partidos burgueses y
hablaba de revolución social y de dictadura del proletariado.
Se
ha afirmado con bastante fundamento que la postura de Largo Caballero obedecía
a la preocupación que le producía el incremento de la C. N. T. en la región
del Centro, dominada tradicionalmente por el socialismo. En vísperas de la
guerra civil hubieron dilatadas negociaciones entre el socialismo de izquierda y
los comunistas para fusionar ambos partidos en un gran Partido Único del
Proletariado. Largo Caballero se apoyaba también tácticamente en los
comunistas para vencer en la batalla que le enfrentaba contra las otras
tendencias moderadas del socialismo.
Otra
de las cabezas de puente del comunismo fue la creación, durante los primeros
meses de la guerra civil, del Partido Socialista Unificado da Cataluña frente a
la todopoderosa C. N. T. catalana. Formaron este nuevo partido la Sección
Catalana del Partido Comunista español, la Unión Socialista de Cataluña, el
Partido Socialista español y el Partido Proletario Catalán. El Partido
Socialista Unificado de Cataluña (P. S. U. C..) ingresó al poco tiempo en la
Internacional Comunista.
Para
consolidar estas importantes posiciones los comunistas se mostraron fervientes
partidarios de Largo Caballero y exaltaban el prestigio del líder de la U. G.
T. contra sus rivales del Partido Socialista.
Había
que fortalecer el Partido Comunista y su filial P. S. U. C. y minar al mismo
tiempo los sólidos cimientos del anarcosindicalismo en Cataluña y España
entera. Los agentes de Moscú empezaron a aplicar con doble sentido la consigna
política del VII Congreso de la Internacional Comunista: Frente Popular con
vistas al exterior y concesiones a la pequeña burguesía contra la transformación
económica revolucionaria que se producía en España. La nueva consigna consistía
en que el Partido Comunista no luchaba en España por la revolución social,
sino por una república democrática y parlamentaria. Al decir de sus
propagandas, la revolución que se estaba produciendo en España correspondía
exactamente a la producida en Francia hacia un siglo. Con ello perseguían
desprestigiar la obra revolucionaria social y económica del anarcosindicalismo
y atraer al mismo tiempo a la pequeña burguesía de la ciudad y a los pequeños
propietarios del campo afectados por las expropiaciones y colectivizaciones.
Simulaban querer tranquilizar también a la burguesía internacional y recabar
su ayuda militar a la República: en realidad era la consigna democrática del
VII Congreso de la Komintern de formación de frentes populares de apoyo táctico
a la política exterior de la U. R. S. S. La misma consigna permitiría al
Partido Comunista abrirse paso entre los elementos de orden de los partidos
republicanos españoles y en los medios burocráticos, intelectuales y militares
arrumbados por la marca revolucionaria.
Estas
consignas, lanzadas estridentemente mediante un aparato científico de
propaganda y agitación, producían un efecto profundo en la pequeña burguesía
y los pequeños propietarios, pegados a sus tradiciones y rutinas milenarias.
Para éstos el Partido Comunista exigía el respeto a la propiedad privada. La
consigna de obediencia al gobierno, salido de la victoria del Frente Popular en
las urnas, halagaba a los políticos republicanos rebasados por los
acontecimientos. Los elementos de orden velan en la ofensiva contra los comités
y contra las milicias el restablecimiento de todos los fueros del Estado y la
vuelta al goce de sus privilegios, tal vez corregidos y aumentados. Hasta los
grandes terratenientes expropiados empezaron a levantar cabeza, nimbada con la
esperanza. Para muchos revolucionarios sinceros y convencidos éste era el
precio de la ayuda militar de una gran potencia, la única esperanza de contener
el avance continuado de los ejércitos franquistas y el único medio practico y
realista para la victoria. El resultado de esta maniobra fue una inflación sin
precedentes en las filas del Partido Comunista que a fines de 1936 pretendía
controlar más de un millón de afiliados. Cuantos formaban este aluvión de
adhesiones no eran comunistas, pero lo importante es que se adaptaban
perfectamente a sus consignas.
La
pieza fundamental para esta grande maniobra contrarrevolucionaria fue la formación
de un gobierno fuerte y ampliamente representativo. Los gobiernos que se
sucedieron desde el día de la sublevación militar carecían de prestigio. El
hombre providencial para encabezar este gobierno fuerte era Largo Caballero. Los
comunistas fueron los primeros en exaltar el prestigio del viejo líder
socialista. Este gobierno tendría una misión muy importante a cumplir:
desarmar a los comités populares de su poder revolucionario. La C. N. T. fue
llamada a formar parte de este gobierno para mejor comprometerla en la tarea contrarrevolucionaria. Otro de los móviles fue responsabilizarla en el traslado
del gobierno a Valencia. Se temía entonces que, ausente el gobierno de Madrid,
la C. N. T. se hiciese dueña de la capital de la República. El traslado del
gobierno era una medida profundamente impopular. Efectivamente, el pueblo
madrileño interpretó dicho traslado como una deserción y un acto de cobardía.
Por
su parte los ministros anarcosindicalistas justificaron su presencia en el
gobierno por la necesidad de defender las conquistas revolucionarias dándoles
un respaldo legal. La historia se repetirla una vez mas, Los conquistadores del
Estado serían conquistados por el Estado. Los ministros anarcosindicalistas no
tardaron mucho tiempo en hacer suya la dialéctica oficial: «O sobra el
gobierno o sobran los comités», declaró el ministro cenetista Juan Peiró en
uno de sus primeros actos públicos. Con el visto bueno de los ministros
anarquistas se promulgaron decretos que disolvían los comités revolucionarios
y los sustituían por consejos municipales y provinciales. Con su beneplácito
se reinstalaron los gobernadores civiles. Con su consentimiento se inició el
desarme del pueblo y la represión a los elementos revolucionarios.
Reconstruido
el gobierno con participación de todos los partidos políticos y organizaciones
sindicales, la próxima etapa fue levantar pieza por pieza el aparato del
Estado. El Estado es una institución que se basa en las fuerzas represivas. La
primera medida para el levantamiento del nuevo Estado fue la organización de la
policía. Un primer decreto sobre organización de las Milicias de Vigilancia de
Retaguardia fue dado recién constituido el gobierno de Largo Caballero (20 de
septiembre). Por este decreto se autorizaba al ministro de la Gobernación para
organizar en España un cuerpo policíaco de carácter transitorio con todos los
milicianos de las organizaciones y los partidos que desempeñaban funciones de
vigilancia e investigación por cuenta de estos partidos y organizaciones.
La
misión asignada al nuevo organismo policíaco provisional era de que colaborase
con los diversos cuerpos de policía que, reducidos a la mínima expresión por
el pueblo, o por haber pasado con armas y bagajes al enemigo la mayor parte de
sus antiguos componentes, carecían de autoridad para llevar a cabo sus
funciones. El mismo decreto señalaba muy severamente: «Serán considerados
como facciosos los que, sin pertenecer a estas milicias que se crean por este
decreto, traten de ejecutar funciones peculiares a la misma.»
El
carácter provisional de las Milicias de Vigilancia de Retaguardia demuestra que
el gobierno se proponía realizar muy pronto algo más sólido. Un segundo
decreto, publicado el 28 de diciembre, creaba un Consejo Nacional de Seguridad
con ramificaciones o sucursales en todas las provincias, salvo en las regiones
de régimen autonómico (País Vasco y Cataluña). Pues allí el problema del
orden público escapaba a la jurisdicción del gobierno central, y se había
solucionado por el mismo procedimiento (caso del País Vasco) o estaba en vías
de solución (caso de Cataluña). El decreto creaba un Cuerpo de Seguridad único.
«El Cuerpo de Seguridad —decía el decreto— será el único encargado de
las funciones relacionadas con el mantenimiento del orden público y la
vigilancia.» Se declaraban disueltos los antiguos cuerpos de Guardia Nacional
Republicana (ex-guardia civil), Seguridad, Guardia de Asalto, Investigación y
también las Milicias de Vigilancia de Retaguardia creadas por el decreto del 20
de septiembre. Los individuos de todos estos cuerpos podían solicitar el
ingreso en el nuevo cuerpo dentro del plazo de quince días. El Consejo Nacional
de Seguridad estaba presidido por el propio ministro de la Gobernación, más
dos consejeros de la U. G. T., dos de la C. N. T., uno por cada partido político
y representantes de los jefes y personal de las diversas unidades armadas.
No
se habla en este decreto del Cuerpo de Carabineros, que en España, antes de la
guerra civil, tenía por única misión vigilar las fronteras, puertos y costas
para reprimir el tráfico de contrabando. Este cuerpo lo componían antes de la
guerra civil 15.600 individuos uniformados y armados, y dependía del Ministerio
de Hacienda. El ministro Juan Negrín, al tomar posesión de este Ministerio en
septiembre de 1936, se propuso convertir este cuerpo de aduaneros en un ejército
policíaco. En abril de 1937 el cuerpo de Carabineros, en la sola zona
republicana, creció hasta 40.000 hombres perfectamente pertrechados de material
de guerra de último modelo.
Otro
de los pilares de la reconstrucción del Estado es el ejército. Habiendo sido
atacados los componentes de las milicias populares de retaguardia con el mote de
«incontrolados», se hizo una ruidosa campaña de desprestigio contra los
milicianos de los frentes tildándoles de indisciplinados.
Hay
que reconocer que a partir del momento en que la lucha revolucionaria local se
transformó en acción de guerra en base a unidades militares desplegadas sobre
grandes frentes, las milicias revolucionarias se vieron incapaces para cerrar
eficazmente el paso a un ejército enemigo encuadrado militarmente, entrenado,
disciplinado y maniobrado por técnicos profesionales muy calificados. En éste
figuraban unidades de choque muy guerreadas como la famosa Legión, los
regulares moros y los requetés navarros. Además este ejercito franquista
estuvo sostenido desde el primer momento por modernos aviones de transporte y de
bombardeo del ejército italiano, mientras que los aviones rusos que empezaron a
llegar a España en octubre no entraron en acción en los frentes del Centro
hasta el mes de noviembre.
Los
escasos técnicos militares que permacieron al lado de la República no tenían
la confianza de los combatientes por motivos de gran peso. Además, algunos de
estos oficiales aprovechaban la primera ocasión propicia para pasarse el
enemigo. Se ha sabido más tarde que algunos de estos militares del viejo ejército,
que en la defensa de Madrid llegaron a verse exaltados como héroes, habían
pertenecido a la Unión Militar Española, que fue el organismo de la rebelión
militar. Entre otros se puede citar al general Miaja, del que la propaganda
comunista hizo un héroe legendario. Otro es el general Rojo, que terminó la
guerra siendo jefe del Estado Mayor Central. Ambos llegaron a tener el carnet
del Partido Comunista.
Aunque
no podrían negarse casos lamentables de indisciplina entre las milicias, en líneas
generales no podía imputárseles irresponsabilidad y cobardía. El complejo de
inferioridad fue desarrollándose en ellas al ver que se prolongaba la guerra más
allá de lo previsto y a medida que comparaban la deficiencia de su armamento
con la excelente calidad del armamento enemigo. La indisciplina era el resultado
de la toma de conciencia de su inferioridad. Los casos de irresponsabilidad eran
largamente compensados por su frecuente valor temerario. Mermaba también la
moral del miliciano la política unilateral del gobierno que abandonaba a sus
propios medios de fortuna a las columnas que no se sometían a su «disciplina
política». Cuando empezó a llegar el material soviético los comunistas no
tuvieron necesidad de inventar la política militar de favoritismo. De lo que se
desprende que el gobierno era el menos disciplinado.
Por
lo que se refiere a las milicias anarquistas hay que reconocer que la guerra en
campo abierto y en frentes compactos no era el procedimiento de lucha que más
les convenía. La forma de lucha predilecta del pueblo español es la «guerrilla»,
y los anarquistas pensaron desde mediados de 1938 en optar por esta táctica
tradicional. Pero era ya demasiado tarde. Pero hay que señalar que en los
movimientos insurreccionales anarquistas producidos en España desde 1931 el
procedimiento de guerrilla no fue jamás empleado. La lucha se planteaba en los
pueblos y ciudades, y cuando quedaba sofocada en las calles la insurrección
anarquista se daba por terminada. Quizás sea esto debido a que las fuerzas
anarquistas —con excepción de Andalucía— se encuentran concentradas en las
grandes ciudades y pueblos.
Al
reconstruirse el Estado en septiembre de 1936 los anarquistas llegaron con
retraso a todas partes. Tenían terribles escrúpulos de conciencia que vencer,
y la «evolución» impuesta por las circunstancias fue durísima cuando se
trataba de robustecer los tentáculos policíacos y militares del Estado. Las
discusiones fueron borrascosas y dramáticas. Cuando al fin se decidían a
aceptar la militarización de una columna miliciana, tanto los que había
resuelto permanecer en ella como los que la abandonaban se despedían con lágrimas
en los ojos.
Por
lo contrario, los comunistas principalmente no tenían problemas de conciencia
de ninguna clase. Formaron espontáneamente el primer contingente militar
disciplinado en las primeras semanas del movimiento: el llamado Quinto
Regimiento, que en virtud del material ruso que le era destinado exclusivamente
se transformó muy pronto en el Quinto Cuerpo de Ejército.
Los
comunistas llegaban los primeros a todos los cuerpos armados e institutos
oficiales; los anarquistas llegaban siempre los últimos por las razones que
hemos expuesto. Los comunistas pudieron así inundar el Cuerpo de Seguridad (en
el que introdujeron a la G. P. U.), el nuevo Ejército Popular (en el que
metieron a los «técnicos» rusos), el Cuerpo del Comisariado (en el que
instalaron su propio aparato de proselitismo). Una vez situados en todos los
resortes del Estado hicieron imposible la vida a quienes, burócratas o
militares, desdeñando halagos y sinecuras, resistíanse a servirles de
instrumento. Maniobrando con el chantaje de la ayuda militar soviética (que era
el caballo de Troya para la importación de la Komintern, de la G. P. U. y de
las Brigadas Internacionales) pudieron instalar un Estado Mayor privado dentro
del Estado Mayor del ejército de la República. Un Estado extranjero dentro del
Estado español.
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