Una vez terminados los hechos episódicos de barricadas,
en plena tarea de depuración de la retaguardia y de reajuste de los organismos
de dirección, planteóse uno de los problemas de mayor trascendencia: la puesta
en marcha de la máquina económica que había quedado atascada como
consecuencia de la reacción popular contra la sublevación castrense. Cataluña,
por sus condiciones especiales, y por la participación que en los hechos habían
tenido los anarquistas, permite estudiar los acontecimientos revolucionarios
constructivos mejor que otra región. El movimiento popular había tomado allí
carácter de revolución social.
Ya hemos visto que como primera medida, la C. N. T., ante
el golpe fascista, había declarado la huelga general revolucionaria. Los
trabajadores habían abandonado las herramientas de trabajo para empuñar el
fusil. La producción había quedado paralizada. Pero al acabar la lucha
callejera los anarquistas no podían olvidar una de las premisas revolucionarias
de sus grandes teóricos: al día siguiente de la revolución la primera medida
consiste en dar de comer al pueblo. Un pueblo revolucionario hambriento estará
siempre a merced de cualquier aventurero demagógico (Pedro Kropotkin: La
conquista del pan).
Así, pues, la primera medida de los revolucionarios fue
organizar la distribución de los artículos alimenticios de primera necesidad.
Los primeros organismos de la revolución fueron los llamados Comités de
Abastos (de distribución de alimentos). Estos Comités nacieron en los barrios.
Cada barriada era un campamento. Quienes las guarnecían no abandonaban las
armas. Los militantes, dada la tensión nerviosa, habían perdido hasta la noción
del sueño. No habían podido cerrar los ojos desde que habían empezado a
cundir los primeros rumores sobre el golpe de Estado militar. Muchos no se
acercarían a sus domicilios durante cinco o seis días, cuando sus familiares
ya desesperaban de que estuvieran con vida.
En las mismas barricadas se organizaron los primeros
comedores comunales. Los alimentos se tomaban sin requisitos de las tiendas de
los alrededores. Estos actos de expropiación se llamaban «requisas». Los
Comités de Abastos nacieron así. Antes que la producción se había
reorganizado la distribución. En Barcelona, cuando todavía se oían tiros por
las calles se formó el primer Comité de Abastos; pero en las barriadas
extremas se habían ido formando simultánamente. Estos Comités concentraban en
grandes almacenes productos de los comercios particulares. Los comercios mismos
seguían funcionando y los Comités de Abastos se encargaban de proveerlos. Los
equipos móviles de los Comités de Abastos recorrían las huertas cercanas a la
ciudad y los pueblos de la región, llevando a cabo requisas y realizando
intercambios. De estos Comités partieron las primeras medidas de distribución
y de racionamiento. Por ejemplo, ciertos artículos, como leche, carne de
gallina y huevos, eran reservados para los hospitales de sangre y otros. En los
primeros eran atendidos los heridos caídos durante la refriega. También tenían
prioridad los niños, los viejos y las mujeres. Al principio se puso en práctica
un sistema de intercambio libre con los proveedores: artículos industriales
contra alimentos, sin valoración estricta. Las requisas se efectuaban también
por medio de «vales» o recibos extendidos sin formulismo legal que el
comerciante o proveedor «requisado» archivaba celosamente, sobre todo desde
que el gobierno de la Generalidad declaró responsabilizarse de su cancelación
en numerario. La Generalidad se había apresurado a incautarse de los
establecimiento bancarios, y había bloqueado las cuentas corrientes de los
suspectos o convictos de colaboración con el enemigo. Los anarquistas dejaban
hacer, pues en aquellos momentos de entrega generosa a la revolución no daban
importancia al dinero. El papel-moneda que requisaban por su cuenta en las
iglesias, conventos o mansiones de los poderosos era entregado desdeñosamente a
los comités antifascistas o al mismo gobierno. Los billetes ardían a veces en
el mismo montón junto con imágenes religiosas, títulos de propiedad, acciones
industriales, bonos del Tesoro, etc. Él dinero «requisado» en los palacios
episcopales se rescataba con vistas al comercio exterior. Las organizaciones
comprendieron pronto que necesitaban armarse y se reservaban dinero incautado
para adquirir en el extranjero elementos de combate, sobre todo cuando fue
patente la desatención del gobierno central a este respecto.
A las requisas siguieron las incautaciones de edificios
donde alojar convenientemente a los Sindicatos, siguiendo aquí la pauta de los
organismos oficiales. Ya hemos aludido a la incautación de los Bancos por el
Estado. Igualmente quedaba incautada la riqueza artística, con vistas a la
protección, a su puesta a recaudo en el extranjero o a su conversión en
material bélico. Esta actividad fue casi exclusivamente oficial, pero
intervinieron las organizaciones revolucionarias con gran sentido de
responsabilidad. Se daban pocos casos de rapiña, y los pocos eran sancionados
implacablemente por reacción espontánea o normativa de los Sindicatos.
El 28 de julio la Federación Local de Sindicatos de
Barcelona, según acuerdo de una reunión plenaria celebrada el día anterior,
daba por terminada la huelga general y aconsejaba a los trabajadores que se
reintegraran a las fábricas y servicios habituales. Quedaban exentos los
componentes de las milicias armadas y los retenidos por sus funciones en los
organismos revolucionarios. Cada Sindicato se apresuró a cumplimentar el
acuerdo. La máquina económica volvía a funcionar, pero esta vez bajo la gestión
directa de los Sindicatos. Aunque el comunicado de la Federación Local no
especificaba de qué forma había que reemprender la producción, y sólo señalaba
que debían quedar paralizadas las industrias no indispensables y dar prioridad
a la fabricación de pertrechos de guerra (esto bajo la incautación del Comité
Central de Milicias Antifascistas de Cataluña), los obreros, al reintegrarse a
los centros de producción se incautaron de los mismos con un amplio sentido
revolucionario en lo económico. Facilitaba esta expropiación el que muchos de
los propietarios y patronos habían abandonado sus establecimientos, por haberse
ocultado o haber huido al encuentro del enemigo. Otros estaban presos y no pocos
habían sido ejecutados en pago de viejas cuentas pendientes con el
proletariado.
La colectivización de los centros de producción
incautados fue acto más bien espontáneo de los trabajadores de la C. N. T. A
los que acababan de arriesgar sus vidas en las barricadas se les hacía difícil
volver a las fábricas en las mismas condiciones que las habían abandonado. En
estas fábricas incautadas, sobre las que flotaba la bandera roja y negra de la
C. N. T., se formaron instantáneamente Comités de empresa por los mismos
trabajadores y técnicos de buena voluntad, quienes se esforzaron en asegurar la
producción o el funcionamiento eficaz de los servicios.
Los sindicatos de la C. N. T. estaban organizados
industrialmente desde 1918, y a partir de 1931 se trabajaba para la formación
de Federaciones Nacionales de Industria. Esta preparación facilitó su
acoplamiento a las necesidades revolucionarias. Los centros de producción de
una industria constituían empresas que el sindicato respectivo enlazaba entre sí.
Cada empresa burguesa incautada se convertía en una explotación colectiva que
reglan los obreros y técnicos más capacitados por acuerdo de todos los
trabajadores reunidos en asambleas en los mismos lugares de producción.
Las incautaciones de los centros de producción habían
precedido a la consigna (de los comités) de «fin de la huelga general y vuelta
al trabajo». En cuanto al servicio de transporte urbano se hizo pública su
incautación el 25 de julio. En los servicios de agua, fuerza motriz y alumbrado
la incautación de las centrales fue el 26 del mismo mes. En realidad no llegó
a faltar ese suministro. En la misma fecha se pronunciaron los metalúrgicos. Lo
que prueba que la posesión de los centros industriales fue decisión unánime
desde que cesaron los choques en la vía pública. Los ferroviarios hicieron pública
su decisión colectivista sobre las estaciones, redes y trenes el 21 de julio.
Las estaciones habían sido fortines estratégicos en los que se había hecho
fuerte el enemigo. Para comprender el significado de estas fechas se recordará
que el último baluarte de la facción (el cuartel de Atarazanas) fue reducido
el 20 de julio.
La incautación de las empresas de capital extranjero
presentó inconvenientes. Finalmente hubo que renunciar a la incautación y se
procedió al «control obrero». Dicho control se extendía a las cuentas
corrientes de estas empresas. La empresa controlada no podía retirar su
numerario de los Bancos sin previo visto bueno del Comité de Control que
vigilaba sus operaciones. Se impuso a dichas empresas el despido de altos
empleados que se habían significado por sus desafueros con los obreros, y que
pudieran sabotear la producción desde sus altos puestos. En muchas de estas
empresas extranjeras tenía participación el capital español, tales Sales Potásicas
Españolas y Sociedad Española de Construcciones. En este caso los trabajadores
procedían a la incautación sin otros miramientos. Ello dio lugar al
interminables protestas de las autoridades consulares y diplomáticas.
Las industrias de tipo monopolista, como la CAMPSA
(filial de los magnates internacionales del petróleo), también fueron
incautadas. Muchos monopolios se habían instaurado durante la dictadura de
Primo de Rivera. Entre las fincas urbanas incautadas figuraba la sede del
Fomento del Trabajo Nacional (plutocracia catalana). Allí se había incubado el
«pistolerismo» anticonfederal en tiempos de Martínez Anido y su socio
Arlegui. El Sindicato de la Construcción se apoderó del edificio, así como
del contiguo que era el domicilio de don Francisco Cambó, líder de la reacción
patronal catalana. El grupo quedó convertido en «Casa C. N. T. - F. A. I.» o
sede de los Comités Superiores de la C. N. T., la F. A. I. y las Juventudes
Libertarias en Cataluña.
La colectivización tomó en algunas industrias
proporciones amplias, pues rebasaban el marco local. Se extendieron por la región
y abarcaron algunas veces desde las fuentes de materias primas a la
manufacturación. A este género de colectivización se le llamaba «industria
socializada». Una empresa de este tipo la emprendió el Sindicato de la Madera
de Barcelona. Abarcaba esta colectividad desde la explotación de los bosques
madereros a las fábricas y tiendas de venta. Los pequeños talleres
tradicionales fueron fundidos para formar grandes fábricas llamadas «talleres
confederales», con lo que se obtenía el máximo rendimiento de las máquinas y
de la mano de obra. Este procedimiento permitía también el máximo desarrollo
técnico-profesional.
Otra socialización de este tipo fue la industria de la
panificación. Como en toda España, en Barcelona se elaboraba el pan en
centenares de pequeñas panaderías (tahonas), que eran especie de cuevas
subterráneas, húmedas y tenebrosas, vivero de ratas y cucarachas. El trabajo
era nocturno. Estos antros antihigiénicos fueron abandonados y se intensificó
la producción en los hornos más modernos, bien utillados y aireados, los que
fueron perfeccionados o eran de nueva construcción.
De tipo similar fue la colectivización de la red
ferroviaria que abarcaba a Cataluña y Aragón. Las incautaciones de industrias
o servicios se realizaban algunas veces por la C. N. T. y la U. G. T. Esta
organización era arrastrada a la audacia revolucionaria. A los patronos
expropiados, si no tenían cuentas pendientes con el proletariado, se les mantenía
en los lugares de producción como trabajadores o como técnicos. Gozaban
entonces de los mismos derechos y deberes que sus compañeros de trabajo.
Las industrias que dependían del mercado exterior o
estaban sometidas al régimen de materias primas de difícil acceso, tuvieron
muchas dificultades. El gobierno autónomo controlaba las divisas y el gobierno
central los tratados de comercio. La mayor parte del capital de la industria
pesada era de signo extranjero, y el capitalismo internacional se solidarizaba
muy estrechamente con los accionistas desposeídos. Estos o sus centrales
situadas en el extranjero intrigaban cerca de los gobiernos democráticos y
maniobraban con sabotajes y embargos de materias y mercaderías.
Bastante favorecida en yacimientos minerales, España no
había sabido acrecentar su poder económico-financiero con vistas a una
independencia industrial. La misma explotación del subsuelo estaba en manos de
concesionarios extranjeros. El capital extranjero se había empleado a fondo en
las principales explotaciones: belga, en las minas asturianas; francés, en las
de Peñarroya; inglés, en las de Riotinto. Las concesiones se obtenían a bajo
precio y en pocos años los inversionistas triplicaban el capital. España se
beneficiaba poco con las extracciones de su mineral, realizadas con mano de obra
barata y exportadas en bruto por los explotadores a sus países de origen. Los
caminos de hierro habían sido encomendados a empresas extranjeras allá por el
reinado de Isabel II. Pero el Estado español se había reservado el trazado. Se
comprenderá el motivo si se tiene en cuenta que la empresa constructora
indemnizaba a razón de doscientas mil pesetas el kilómetro a los propietarios
por cuyos dominios tenía que pasar el ferrocarril. Resultó, pues, un trazado
tortuoso, dilatadísimo y antieconómico. La misma Reina Isabel II hizo cambiar
el emplazamiento previsto para la estación madrileña. El ferrocarril pasarla
así por varias de las propiedades reales. El transporte por ferrocarril había
de resultar caro y tardío. El moderno transporte por carretera acabó por
arruinarlo.
La industria típicamente española, como la textil
catalana, había sido montada con capitales familiares, y estuvo pendiente del
proteccionismo arancelario, pues los tejidos-laneros de Barcelona y Sabadell no
podían competir con los paños ingleses.
Se comprenderá fácilmente que la revolución hubo de
chocar de inmediato con los tiburones del comercio internacional. Se repetían
las reclamaciones consulares y barcos de guerra ingleses insinuaban movimiento
frente a Barcelona. La C. N. T. tuvo que humillarse a publicar una lista de 80
firmas extranjeras inmunizadas. Figuraban en la nómina comercios, fábricas,
compañías y hasta iglesias anglicanas. Entre aquéllas, Riegos y Fuerza del
Ebro (La Canadiense), Sales
Potásicas de Suria, etc. Pero las moderadas
recomendaciones de los comités no fueron siempre atendidas por los sindicatos y
mucho menos por los militantes revolucionarios. Esta insubordinación produjo
perjuicios a la guerra, pero quedó como ejemplo perdurable jamás alcanzado por
otra revolución.
Las colectivizaciones se incrementaron espontáneamente
al poner fin a la huelga general y reintegrarse los trabajadores a los centros
de producción. Los sindicatos se hicieron eco y estudiaron ampliamente el fenómeno
en sus reuniones o plenos. Un pleno de la Federación Local de Sindicatos de
Barcelona, celebrado a primeros de agosto, trató de canalizar el movimiento
colectivizador. Por los mismos días un pleno de grupos anarquistas del mismo
lugar declaraba: «La economía burguesa, en quiebra total, y la democracia,
fracasada política y socialmente, carecen ya de soluciones propias. Y las
organizaciones obreras, particularmente la C. N. T., así como el movimiento
anarquista, deben aprestarse a toda una obra de reconstrucción económica que
habrá de ir desde la colectivización hasta la socialización de las tierras,
de las minas y de las industrias».
Para las empresas que, por diferentes razones, no era
posible colectivizar, regía el Control Obrero. El cual consistía en vigilar
estrechamente los movimientos de la dirección patronal, en el doble aspecto de
fiscalización y de información. Los Comités de Control, instalados en esas fábricas,
anexos al personal administrativo, querían conocer el estado económico de la
empresa. Se asesoraban del verdadero valor de los productos en el mercado de
venta; se informaban de los pedidos y del costo de las materias primas; asimismo
de todas las transacciones correspondientes. Indagaban sobre la maquinaria y su
amortización, el importe y valor de la mano de obra, la cuantía de los
impuestos, el pasivo y el activo, vigilaban los fraudes al fisco y con mayor
atención el sabotaje contrarrevolucionario.
La aplicación del Comité de Control era a veces como
una fase previa al acto de incautación. Es decir, una especie de compás de
espera para la formación técnico-administrativa, tras el cual el Comité de
Control se transformaba en Comité de Empresa colectivizada.
Estas fórmulas de organización revolucionaria de la
producción, distribución y administración, eran exportadas a las de mas
regiones liberadas, o nacieron espontáneamente en ellas, siempre o casi siempre
por influencia del activismo anarquista. La expansión estuvo condicionada por
la resistencia de los sectores políticos, que iban de las reservas mentales a
la oposición más resuelta. Entre estos elementos de freno destacaba la
impermeabilidad del gobierno central, hostil por principio y hasta por
naturaleza a la audacia revolucionaria popular. La
En la zona liberada del Norte (Asturias, Santander y
Vizcaya, pues Guipúzcoa y Alava se perdieron pronto) el mayor dramatismo de la
guerra, la angustiosa necesidad de la defensa militar a ultranza, se
sobrepusieron a las realizaciones revolucionarias. En Bilbao, los nacionalistas
vascos hicieron sentir en todo momento su aplastante influencia. Políticamente
se daba en la región vasca una conjunción liberal-conservadora y
nacionalista-confesional. El nacionalismo de los vascos era tal vez más radical
que el que se manifestaba en Cataluña. Tenía visos separatistas bastante
acusados.
Durante los primeros años de la República los
Ayuntamientos vascos habían elaborado un proyecto de Estatuto de Autonomía en
el que englobaban la provincia navarra. Navarra había venido siendo el foco
tradicional de la monarquía absoluta y el campo de batalla de las guerras
carlistas que habían ensangrentado medio siglo XIX, Los navarros, de origen
vasco-aragonés, que se habían mantenido fieles a las tradiciones absolutistas,
retiráronse airados del movimiento de autonomía.
En julio de 1936 el nacionalismo de los vascos fue
determinante en la actitud que adoptaron frente a la insurrección militar. Esta
no disimuló desde el primer momento sus intenciones con respecto a los
Estatutos de Autonomía, que entendía como desgarramiento de la patria. El
papel de los navarros en la sublevación no hizo dudosa la alternativa de los
vascos. Por otra parte, el gobierno republicano se había apresurado a quemar
las etapas de la autonomía vasca, cuyo Estatuto discutían las Cortes al
estallar la sublevación militar.
El auge que tomó el partido nacionalista en aquella zona
del territorio liberado, si bien arrebató de las uñas fascistas una porción
importante de su pretendido botín, se opuso, en cambio, a toda veleidad
revolucionaria. Apenas se produjeron allí otras incautaciones que las oficiales
del gobierno autónomo. Las realizadas por los focos extremistas vivieron a
precario y los avatares militares las hicieron efímeras en Guipúzcoa.
Como buenos católicos, los vascos respetaron e hicieron
se respetaran los establecimientos y templos del rito católico. En verdad el
clero vasco no participa de la cerrazón que aflige a la clerecía española en
general. Como, dato complementario señalaremos que Vizcaya es el segundo foco
industrial español y el primer centro sidero-metalúrgico peninsular. La
industria pesada bilbaína era una especie de feudo del capitalismo inglés.
En los medios industriales de Asturias las realizaciones
revolucionarías sobre las que se tienen escasas noticias documentales parecen
haber quedado reducidas al control por las dos grandes centrales sindicales, C.
N. T. y U. G. T. Esta era allí tradicionalmente mayoritaria. En los Comités de
Control ambas organizaciones estaban representadas en forma paritaria. La
presidencia, no obstante, la ejercía el sector obrero mayoritario, y en casos
de empate su voto dirimía la cuestión. Los componentes de estos comités tenían
que haber pertenecido a la respectiva organización antes del 19 de julio de
1936. Los cargos no eran retribuidos y había que desempeñarlos después del
trabajo ordinario realizado en las fábricas o en las minas. Quedaban
exceptuados los casos de extrema necesidad. La función de estos Comités de
Control estaba definida en un documento firmado entre la C. N. T. y la U. G. T.
en enero de 1937.
«Los Comités de Control —dice el documento en cuestión—
son esto: Comités de Control. C. N. T. - U. G. T. se comprometen a popularizar
entre sus afiliados la misión de estos Comités de Control, que no es de
dirección ni de absorción de funciones de los cuerpos técnicos de dirección
y administración. Su papel principal es el de colaboración con la dirección;
ayudar a la dirección aportando toda clase de iniciativas y sugerencias,
velando por el exacto cumplimiento de la producción, en cuya organización
informarán, denunciando ante la dirección las anomalías y defectos para
corregirlos y superar las condiciones de trabajo y rendimiento. Estas mismas
obligaciones que se especifican las ha de tener también la dirección,
administración y cuerpos técnicos para con los Comités de Control.»
Compárese esta definición de la misión de control con
la anteriormente dada con respecto a los mismos organismos en Cataluña y se verá
que en los asturianos la influencia socialista era evidente.
La colectivización, en Asturias, tuvo efectividad en la
industria pesquera, la segunda en importancia en la región. Tanto la pesca de
altura como la menor fueron socializadas desde los primeros momentos. También
lo fueron las industrias derivadas, como fabricas de conservas de pescado y
mercados de contratación y al por menor. La socialización fue por empuje de
los sindicatos de pescadores. En las poblaciones del interior se crearon
cooperativas de distribución que se federaron en un organismo denominado
Consejo de Cooperación Provincial, el cual suministraba a todas las
cooperativas.
Durante los primeros meses del experimento no circulaba
la moneda entre los pescadores. El suministro familiar se efectuaba mediante la
presentación de un carnet de productor y de consumidor. Los pescadores
entregaban su mercancía y recibían en cambio estos carnets. Un sistema similar
tuvo efectividad en Santander (Laredo), de común acuerdo los afiliados a la C.
N. T. y U. G. T.
En Valencia un pleno de Sindicatos Unicos (diciembre de
1936) elaboró unas normas de socialización en las que se analizaba la absurda
ineficacia del sistema industrial pequeño-burgués. Decía el documento: «La
idiosincrasia de la mayoría de los fabricantes, determinada por la falta de
preparación técnico-comercial, les ha impedido llevar su función hasta el último
experimento: el agrupamiento de grandes industrias para lograr una técnica
mejor y una explotación más racional... Por lo tanto ( ... ) la socialización
por nosotros propugnada deberá corregir los defectos de sistema y de organización
dentro de cada una de las industrias ... »
He aquí el resumen de lo que se proponían realizar: «Al
proceder a la socialización de una industria deberán agruparse todos los
esfuerzos de los distintos sectores que componen la rama de indutria en un plano
general y orgánico, con lo cual se evitarán competiciones y dificultades de
orden sindical que dificultarían la buena organización de la industria
socializada. Se enlazarán los organismos de producción y distribución de tal
manera que se evite la especulación de elementos ajenos a los intereses de la
industria socializada».
Este documento tiene gran importancia en la evolución
colectivista. Los trabajadores se daban cuenta de que la colectivización
parcial degeneraría con el tiempo en una especie de cooperativismo burgués.
Encastillados en su respectiva colectividad las empresas habrían suplantado los
clásicos compartimentos estancos y caerían fatalmente en la burocracia, primer
paso de una nueva desigualdad social. Las colectividades terminarían haciéndose
la guerra unas a otras comercialmente hablando, con tanto ahinco y mediocridad
como las antiguas empresas burguesas. Se trataba, pues, de ensanchar la base de
la concepción colectivista, ampliarla orgánica y solidariamente a todas las
manifestaciones industriales en un todo armónico y desinteresado. Este es el
concepto de la socialización que estuvo en principio en la mente de los
anarquistas y sindicalistas influyentes y cuya expansión habría de
obstaculizar y cercenarla el marasmo político, estatal y militar que se
producirla muy pronto.
El aspecto salarial se resintió también de la presión
constante de las circunstancias político-militares. Tras unos primeros intentos
de abolición monetaria y del salariado, en general primó la tendencia hacia el
sistema de salario familiar. Para mejor explicar esta corriente, que se iba
manifestando simultáneamente en muchos lugares, transcribimos parte del
dictamen de un pleno de Sindicatos de la región valenciana celebrado en
noviembre.
Tomada como base el individuo como consumidor «sin
distinción de raza, profesión o sexo». Se establecía el carnet familiar
donde constaba el número y edad de los familiares. La cuantía económica del
salario se señalaba por los consejos locales de economía con arreglo a los
precios de los artículos de consumo vigente en la localidad. La base del
salario quedaba definida de la siguiente manera:
«La base del salario familiar será señalada con
arreglo a las necesidades de un individuo, que debe ser el cabeza de familia, y
previo este señalamiento, será aumentado el salario en un 50 por 100 por el
primer familiar que tenga más de 16 años y en un 25 por 100 por cada familiar
menor de dicha edad.»
El sistema no era obligatorio para las socializaciones
que hubieran suprimido la moneda como signo de cambio y que utilizaban un
salario de especie.
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