Para tener una idea exacta de lo que fue la revolución
del 19 de julio en el campo español hay que plantearse el problema de su
agricultura en sus aspectos fundamentales: geográfico, histórico) económico,
político y social.
España es un país eminentemente campesino. Más de la mitad de sus pobladores vive, o mejor, vegeta, de la agricultura. Era proverbial la fertilidad del suelo español en la antigüedad. Atestiguan de ello tratadistas clásicos como Strabón y Columela. Durante la era romana España era el granero del imperio. Esta fertilidad del suelo español parece haber declinado con el tiempo. Durante el reinado de los Reyes Católicos los cronistas empezaron a lamentarse de la sequedad del clima. Especialistas contemporáneos 1 afirman que las nubes que se forman en el Atlántico ya no penetran en la Península a través de corredores más o menos precisos, sino que resbalan a lo largo de la costa cantábrica privándonos de la lluvia bienhechora.
1
Ignacio Alagüe: L´Espagne au xx siècle, Paris, 1960.
A la aridez actual del suelo español intervienen también
factores históricos. El régimen de la propiedad, las constantes guerras que
han asolado a la Península, dejaron despobladas grandes extensiones de la
meseta central, donde la erosión ha tenido su asiento. Los prolongados sitios
de las ciudades fortificadas, las excursiones punitivas de los dos bandos en
guerra, fueron acompañadas de talas de arbolado en grande escala. El abandono
de la agricultura por causa de guerra produce la despoblación, y ésta, el
yermo, que a su vez da facilidades a la erosión.
Después de la Reconquista, el fanatismo religioso y
racial hizo que fueran expulsados de España grandes masas de campesinos
moriscos. La forma de los cultivos en la España cristiana de secano tenía un
sentido extensivo, lo que ayudaba aún más a la erosión. La tierra erosionada
empobrecía. La sequedad se acentuaba. El sistema feudal de la propiedad
precipitaba la ruina agrícola.
Bajo el imperio romano España era clasificada entre las
principales provincias «nutricias». Estaba obligada a alimentar a la metrópoli
de un 20 por 100 de sus cereales. Las exacciones a los campesinos eran
aplastantes. La reforma de Augusto no había de corregir esta ignominia. Por los
campos pululaban enjambres de funcionarios que tenían por misión fijar los
impuestos a los cultivadores según un grosero inventario de la riqueza
patrimonial. Los tales censores medían los campos y contaban los árboles o
plantas, anotaban los animales y, con ellos, a los hombres. A éstos se les
azotaba para que declarasen sus propiedades y cosechas a gusto y cálculo de los
censores. Se les obligaba a declarar bienes que no poseían y que, sin embargo,
también se anotaban. A cada cabeza de ganado humano se imponía cierta suma.
Tenían que pagar hasta por los que morían
2.
2
Modesto Lafuente: Historia de España.
Los colonizadores romanos fueron los primeros
latifundistas del agro español y del calamitoso régimen de la propiedad del
suelo. Los funcionarios se atribuían extensas propiedades en las zonas de
ocupación, situación que se agravó al quedar incorporada definitivamente España
al imperio romano.
Entre los aborígenes existía de tiempo remoto una
tradición colectiva. El colectivismo agrario había sido la forma de explotación
tradicional. Esta tradición se halla ampliamente estudiada en el libro erudito
de Joaquín Costa El colectivismo agrario en España. Es difícil resistir a la
tentación de copiar el siguiente fragmento de Rafael Floranes sobre la forma de
trabajo colectiva de los vacceos, antiguos habitantes del noroeste de la Península.
«Las desgracias y las felicidades, la buena o la mala
suerte de la tierra, la cosecha adversa o favorable, el buen o mal año, el daño
o entrada del ganado aquí o allá, en esta o la otra sementera; en una palabra,
los infortunios todos del cielo y del suelo, a nadie echaban de su casa como
ahora; se compartían entre todos y tocaban a poco. La comunidad entera
soportaba esas vicisitudes y ella ponía pecho por tierra para levantar las pérdidas
así como las cargas públicas y la defensa común del territorio y demás
intereses generales de la comunidad, porque no había otras. ¡Qué delicia no
habría sido vivir en aquellos tiempos! Como hoy no conocemos estas ventajas se
arrebata un hombre cuando oye hablar de días en que se gozaba y había medios
reales y verdaderos de gozarse, a pesar de la opinión de Aristóteles y tantos
falsos políticos como nos tienen engañados con la pretensión de que si no
hubiese propiedad y dominio particular tampoco habría codicia entre los hombres
ni el apego necesario para aplicarse al trabajo y engrosar las haciendas en
beneficio de las familias. ¿Cómo no lo había, sin embargo, en nuestros
vacceos?» 3
3
Joaquín Costa: El colectivismo agrario en España, Buenos Aires, 1944.
Los visigodos, invasores de España a principios del
siglo V, fueron los fundadores de la monarquía y de la nobleza españolas.
Estos convirtieron en servidumbre la esclavitud que habían heredado de los
romanos. Parece que al invadir España dividieron el suelo en tres partes,
reservándose dos de ellas en cada caso. La parte correspondiente a los españoles
estaba sujeta a fuertes gabelas. Los visigodos, para mayor comodidad en la
aplicación de sus planes de dominación se convirtieron al catolicismo. La
conversión de Recaredo parece un pacto de asistencia mutua entre el Estado y la
Iglesia. Recuerda la conversión, a la religión de la cruz, del emperador
romano Constantino. Por este pacto la Iglesia española recibió en propiedad
grandes extensiones rústicas cuya finalidad era obtener importantes rentas.
Hasta entonces —señala Modesto Lafuente— las iglesias y los conventos habían
vívido precariamente del pequeño comercio, Los abades administraron en
adelante el trabajo de los siervos en beneficio de las respectivas comunidades
(institución del monacato). Los frailes dejaron progresivamente de ser
anacoretas perdidos en los desiertos y bosques. Las jerarquías del clero
regular y secular se convirtieron en señores feudales. El régimen teocrático
visigodo tenía, pues, signo latifundista.
La política de los invasores árabes fue inteligente y
cauta con los españoles que aplastados por la dominación goda los recibieron
como liberadores. Esta política musulmana se señalaba por su tolerancia amplia en lo religioso y en los usos y
costumbres, y notablemente dejó
una fuerte impronta en la agricultura, que intensificaron y perfeccionaron los
árabes, en particular en las regiones donde se establecieron firmemente por
cerca de ocho siglos: Andalucía y
Levante. Perfeccionaron aquí los canales de riego e introdujeron
procedimientos nuevos de cultivo y nuevas especies de plantas.
Humanizaron al mismo tiempo el sistema de propiedad de la tierra. Gracias al ejemplo de su laboriosidad las vegas del litoral
mediterráneo quedaron convertidas
en un vergel.
Con la campaña de Reconquista los nobles cristianos se
iban reservando extensiones territoriales, como botín de guerra o por donación
de los reyes, premio a sus hazañas. El clero y las órdenes militares fueron
los más beneficiados. Pero como quiera que el terreno que se iba conquistando
quedaba yermo y despoblado, para incitar su repoblación los reyes, y a veces la
misma nobleza, se veían impelidos a conceder a los labradores amplias garantías
políticas. Los hidalgos tenían como indignas de su limpieza de sangre las
actividades laborales. Los privilegios concedidos a los villanos consistían en
cartas de población, fueros y municipios libres. La colonización interior
(repoblación de los no man's land entre el mundo cristiano y el musulmán) dio
oportunidad al florecimiento municipal. En los municipios se apoyaban los reyes
para hacerse temer de la nobleza indisciplinada. Los municipios fueron
adquiriendo privilegios políticos en la administración local, mediante «fueros»,
para cuya conservación y aun ampliación luchaban. La emulación se fue
extendiendo, a todo el territorio peninsular de la retaguardia cristiana. Los
municipios tomaban ejemplo unos de otros y los «fueros» iban propagándose.
A veces eran adquiridos por acción directa; es decir, por acción
revolucionaria. Los municipios se defendieron de los ataques de la corona, de
los nobles, de los obispos y abades federándose entre sí y creando su propia
milicia. Con el tiempo los municipios consiguieron sus representantes en las
Cortes al lado de los procuradores de la nobleza y el clero. Las Cortes españolas
preceden de largo a las instituciones democráticas inglesas. Eran
fiscalizadoras y legislativas, y el rey no podía tomar poses del trono sin
jurar ante las Cortes reunidas el respeto de los fueros.
La decadencia de las Cortes, que comienza en las
postrimerías de la Reconquista, llevó consigo la decadencia de los municipios
por supresión de los fueros locales y regionales. Esta decadencia no fue automática.
El proceso de unificación política nacional llevaba aparejada la centralización
legislativa, también de vieja tradición. Los visigodos habían creado un código
fundamental (Fuero juzgo) que quedó olvidado con el flujo de la civilización
hispanomusulmana. Este código fue desenterrado en el siglo XIII por el rey
castellano Alfonso X, llamado el Sabio. A partir de entonces paralelamente a la
legislación fuerista iba emergiendo la jurisprudencia nacional del Estado
unitario en formación, la que paulatinamente fue excluyendo a la otra. Los
municipios eran intervenidos más y más por los funcionarios y polizontes del
rey. Al aparecer el absolutismo político emergieron las antiguas castas con sus
incuestionables privilegios en perjuicio de los agricultores y artesanos libres,
quienes aplastados por los impuestos tuvieron que abandonar la tierra en manos
muertas. La usurpación de las tierras municipales, baldíos y montes comunales
fue una merienda de negros.
Mucho se ha escrito, en tono ditirámbico, de los
labradores libres de Castilla cuando el feudalismo hacía furor en Europa. Se
quiere dar a entender que la institución feudal no tuvo lugar en Castilla
merced al liberalismo cristiano. Esta tesis de los eruditos frailunos no
responde a la realidad. La necesidad de poblar y hacer producir la tierra de las
regiones devastadas por la guerra era elocuente en el bando cristiano sí se
quiso consolidar el avance. Y como los labradores ni poblaban ni laboraban la
tierra por meras razones patrióticas hubo que hacer más que promesas. La no
feudalización de Castilla tiene poco que ver con la generosidad de los reyes y
con la madurez política de la nobleza castellana. Fue una oportunidad que tuvo
el pueblo y la aprovechó para hacer valer sus derechos. A una parte y a otra de
los Pirineos la nobleza tenía la misma mentalidad. El rey, siempre a brazo
partido con los condes, favoritos en desgracia, usurpadores, pretendientes o
bastardos ambiciosos, necesitaba el apoyo del pueblo y lo compraba, con la doble
intención de poder rescatar un día sus concesiones. Cuando se vio fuerte
arremetió contra las Cortes, contra los fueros locales y los municipios. La
nobleza pudo, en cambio, seguir gozando de sus estados, que ni hizo ni haría
producir, y así el feudalismo ha llegado intacto a nuestros días sin más
novedad que cambiar a veces de manos. En los tiempos modernos el latifundista es
un señor que vive en Madrid de las rentas de sus dominios sin importarle ni
poco ni mucho lo que ocurre en ellos. Arrendados a unas pesetas por hectárea se
obtiene una renta substancial sin quebraderos de cabeza. Del cobro de las rentas
se ocupa un administrador que es a la vez agente político del señor feudal. Al
administrador lo apoyan las autoridades locales y los fusiles de la guardia
civil.
Depende de las migajas del señor feudal una población
flotante, ingrávida de puro hambrienta, compuesta de arrendatarios exangües y
de jornaleros la mayor parte del año en paro estacional. Esta población es el
censo electoral del señor, quien no abandona Madrid sino atraído por sus
pasiones favoritas: la caza en sus bien surtidos cotos y la política. En época
de elecciones un acta de diputado le llevará al Parlamento y tal vez al
ministerio. Los siervos no tienen otra alternativa que votar por el señor o
verse privados de sus tierras arrendadas o jornales. Estos jornaleros son los
peor pagados de España y los más sobrios, En algunas partes la mitad del año
tienen que alimentarse de bellotas, como los cerdos, pues la estación de
laboreo sólo dura cuatro o cinco meses.
Al aspecto político del latifundio se le llama «caciquismo».
Los administradores («caciques») organizan la victoria electoral del amo
obligando a votar a golpe de hambre o comprando votos. La victoria está
asegurada siempre. Donde el dinero y la coacción no son propicios interviene el
«pucherazo» (pequeño golpe de Estado a la hora del recuento de los votos).
En España (donde no se conoció el feudalismo) subsisten
los llamados pueblos «de señorío», enclavados enteramente en propiedades,
por lo que las casas, las tierras y hasta la iglesia pertenecen a un propietario
particular. Este puede desahuciar a quienes se nieguen a pagar las constantes
crecidas de la renta. Puede desahuciar a todos los habitantes y dejar el pueblo
vacío. El respeto a la propiedad hecho ley le protege. No existe ninguna ley
que obligue al terrateniente a tener en constante producción sus dominios.
El caciquismo dejó una huella profunda en la política
española de los siglos XIX y XX. La concentración reaccionaria está
localizada en las provincias de latifundio y en las que sin serlo son azotadas
por la influencia clerical. La sublevación del 19 de julio triunfó en esas
zonas concentracionarias latifundistas, ganaderas, clericales y castrenses. En
ellas es donde la democracia política, en el sentido más aceptable, quedó
siempre falseada por el hambre y el catecismo.
La configuración agraria hace a Cataluña, Valencia y País
Vasco zona de pequeño arrendamiento. El arrendatario paga su canon en fruto o
en dinero. Galicia es región de minifundios: campos de menos de una hectárea
pertenecen a tres propietarios. En Andalucía y Extremadura predominan los
grandes latifundios. Según Carlos M. Rama, que ha estudiado detenidamente la
correspondencia de los factores políticos con los económicos e históricos,
hay «una España izquierdista que forman Cataluña, Levante, Andalucía,
Extremadura, Galicia, Asturias, País Vasco, Zaragoza, Alto Aragón y Madrid,
contra una España de derecha que integran León, Castilla, Navarra y el Bajo
Aragón», es decir, «La Meseta y el valle interior del Ebro, contra el litoral
y Extremadura», o bien, «Las provincias de minifundio, de pequeña propiedad y
de latifundio contra las de propiedad media trabajada por medianeros», o aun:
«asalariados y pequeños propietarios votan a la izquierda contra grandes
propietarios y medianeros que votan la derecha». «Casi todas las excepciones a
este esquema —añade Rama— derivan del problema religioso, y de
circunstancias históricas cuya continuidad demuestra, incluso, la existencia de
un problema del Estado en cuanto a la unidad que está en crisis
4».
4
Carlos M. Rama: Ideología, regiones y clases sociales en la España contemporánea,
Montevideo, 1958.
En la España seca predominan los cultivos de secano:
cereales y aceite. Tanto el latifundio como el minifundio se yerguen contra la
industrialización del campo. La paradoja era la siguiente: España, país agrícola
por excelencia, tenía que importar del extranjero toda clase de productos agrícolas
por muchos millones de pesetas. En 1931 importó trigo por más de cien
millones. Otra de las plagas del campo español es la dictadura de los grandes
consorcios ganaderos.
En 1931, al iniciarse la Segunda República, se publicó
en Madrid un libro destinado a tocar la sensibilidad de los gobernantes
republicanos, entonces en vísperas de la archipregonada reforma agraria
5.
Se señalaba, según datos oficiales de 1930 (tomados a su vez de lo catastrado
en 1928), que la región de Castilla y León tenía sólo en cultivo el 69% de
sus tierras; la región manchega, el 54%; la región andaluza, el 51%; la región
extremeña, el 50 %. Provincias como Ciudad Real tenían en cultivo 984.000 hectáreas
e incultas más de un millón.
5
Cristóbal de Castro: Al servicio de los campesinos, Madrid, 1931.
Veamos todo esto más al detalle. Según el mismo Cristóbal
de Castro, había entonces en España cerca de cinco millones de campesinos.
Pues bien, tomando como ejemplo 27 provincias de las 49 totalizadas nos
encontramos que había en ellas dos millones de campesinos de los cuales
1.444.000 eran propietarios. De estos propietarios, 590.000 poseían menos de
una hectárea de tierra, más que insuficiente para sostener a una familia;
527.000 propietarios poseían de 1 a 5 hectáreas que, generalmente, tampoco
cubren las necesidades de una familia; 142.000 poseían de 5 a 10 hectáreas,
suficientes para la subsistencia familiar. Resumen: que entre dos millones de
campesinos había sólo 142.000 con tierra suficiente para poder vivir.
Pero había otras clases de propietarios, singularmente
en Castilla, Extremadura y Andalucía, con fincas de 1.000 a 5.000 hectáreas.
Varias de estas fincas pertenecían a un mismo propietario. Había propietarios
con más de 40.000 hectáreas, la mayor parte improductivas. En la provincia de
Sevilla, por ejemplo 49.000 hectáreas estaban dedicadas a cría de toros de
lidia. En la provincia de Córdoba, 87.000 hectáreas se utilizaban para cotos
de caza. Es decir, que gran parte de la superficie cultivable servía para
abastecer las plazas de toros o para recreo de los propietarios y sus amigos. Al
mismo tiempo, los jornaleros, arrendatarios y pequeños propietarios morían de
hambre o perecían en manos de los usureros. Los que no se resignaban a morir
emigraban a las zonas industriales o se dirigían a ultramar dejando regiones
enteramente desiertas.
El economista Elorrieta nos habla de la ruina forestal:
«No llegan a cinco millones de hectáreas las pobladas de arbolado. Quedan en
el estado más absoluto de desolación y sin un árbol, veinte millones de hectáreas
de España. Este número indicador de nuestro verdadero estado de miseria y
abandono explica todos los secretos de la emigración de pobreza, de
irregularidad de nuestros ríos y hasta el carácter de nuestros conciudadanos»
6.
6
Cita de Agustín Nogué Sardá: Los problemas de la producción agrícola española,
Buenos Aires, 1943.
Algunos españoles cultos trataron con más o menos
acierto de poner remedio a esta calamidad. Especialmente, en el siglo XVIII,
Campomanes, Floridablanca, Aranda, Jovellanos. Se intentó entonces colonizar
los yermos de Sierra Morena, incluso con alemanes y flamencos. Otro proyecto del
brain trust del despotismo ilustrado fue el reparto de tierras. Pero había que
comprarlas, pues no las había disponibles. Para conseguirlas se incitaba a los
poseedores de bienes rústicos en mano muerta a que los vendieran. Por otra
parte, se prohibieron los mayorazgos y se vedaba al clero la adquisición de
nuevas propiedades. La institución del mayorazgo había sido sancionada por los
Reyes Católicos; quisieron acabar con ella los ministros de Carlos III y los
liberales del siglo XIX, pero continuó y continúa.
Las leyes de 1833 y 1855 dieron impulso a la
desamortización. El más osado de sus paladines fue Mendizábal, pero el
impacto lo recibieron además de la Iglesia los municipios. La Iglesia consiguió
rescatar con creces sus privilegios y los puso en lugar seguro, a recaudo de
hombres de paja; los municipios perdieron el resto de sus tierras comunales que
usufructuaban los vecinos que no las tenían de ningún modo. La desamortización
fue más bien una operación financiera del Estado para cubrir sus necesidades
de guerra contra el carlismo. Necesitaba dinero y lo hizo vendiendo lo requisado
al clero faccioso. Compraron, naturalmente, los que tenían dinero. Toda clase
de aventureros, sin más miras que la especulación, se arrojaron sobre las
fincas desamortizadas para revenderlas, a veces a otros especuladores. Esta
operación agiotista encareció la tierra de modo tal que los labradores pobres
fueron incapaces de hacerse con ella para ponerla en producción
7.
7
Estudios más recientes sobre la materia demuestran la perennidad, cuando no la
agravación, del problema del campo español. (Véase el citado libro de Ignacio
Alagüe.) Para Ignacio Fernández de Castro, que ha escrito más recientemente:
«Calculamos en treinta y dos millones de hectáreas la superficie agraria útil
sometida a la apropiación privada, de las cuales unos ocho millones se
encuentran atomizadas en minifundios y poseídos en pequeñas parcelas por el
proletariado rural, la mayor parte en concepto de arrendamiento y aparcería.
Esto supone que los grupos privilegiados tienen la propiedad no sólo de los 24
millones de hectáreas que no constituyen el minifundio, sino también de una
buena parte de las tierras atomizadas, percibiendo sobre ellas una renta o la
parte que como propietarios les corresponde en la aparecerían. » «En Córdoba
—añade—, una tierra fértil y un pueblo triste y melancólico que pasa
hambre, un solo propietario, una sola familia, los duques de Medinaceli, posee
79.000 hectáreas de tierra». «Esta clase —se refiere a los pequeños
propietarios, arrendatarios y aparceros— soporta todo el peso de la falta de
rendimiento de sus pequeñas propiedades por falta de mecanización, de abonos,
en una economía siempre precaria». Pero está el caso del subproletariado
rural, que no está ligado a la tierra «ni siquiera por los débiles lazos del
contrato laboral», formado «por unos cuatro millones y medio de personas»,
que «se extiende por la mitad sur de España y sus características más
acusadas son la miseria y el desarraigo» (Ignacio Fernández de Castro: La
demagogia de los hechos, Ruedo Ibérico, París, 1962.
Fracasó la desamortización por empresa rapaz del
Estado. La amortización continuó a despecho de otros proyectos de reforma
agraria: la de Besada (1907), la de Alba (1916) y la de Lizárraga (1921).
Fracasaría también la reforma agraria de la Segunda República. No fracasó la
técnica favorita del Estado de reprimir brutalmente las agitaciones campesinas
de los siglos XIX y XX. Los patíbulos de Jerez de la Frontera y la pira de
Casas Viejas dan fe de ello.
La República se proclamo el 14 de abril de 1931. Las
Cortes Constituyentes disponían en agosto la elaboración de un proyecto de
reforma agraria. Hasta el 15 de septiembre del año siguiente no se adoptó el
proyecto de la comisión. ¿Se daba tiempo a las derechas para que reaccionaran?
Efectivamente, el 10 de agosto de 1932 fue la sublevación del general Sanjurjo,
que gracias a la rápida intervención del proletariado andaluz no consiguió
sus propósitos. El susto sacó a los reformadores de su somnolencia. El
proyecto perseguía dotar de parcelas a los campesinos sin tierra o con tierra
insuficiente. Pero la tramitación sería de una lentitud desesperante. Según
Carlos Rama, se preveía un plazo de veinte a treinta años para la puesta en práctica
del plan.
Felipe Aláiz ve del siguiente modo el primer proyecto:
«En primer lugar, la ocupación de las fincas será
temporal; en segundo lugar, la Ley fijará el término de ocupación; en tercer
lugar, si la ocupación se lleva a definitiva serán indemnizados los
propietarios; en cuarto lugar, el Instituto de Reforma Agraria, entidad oficial
y patronal, fijará por sí y ante sí hasta la renta mínima; en quinto lugar,
la burocracia local tendrá derecho a proponer la ocupación definitiva mediante
indemnización, pero decidirá siempre la Junta Central; en sexto lugar, se
preferirán “las tierras incultas de buena calidad", Todas estas gangas
figuran en el proyecto con un cinismo sin igual. No se puede decir con más
claridad que se va a mejorar la tierra para que el propietario la venda más
cara a los mismos que la han mejorado al cumplirse cinco o seis años de
cultivo. La consigna de las escuelas antisociales consiste en multiplicar el número
de propietarios y a ese fin se encamina el primer proyecto de reforma agraria.
El Estado interviene con las comadronas socialistas para dar la sensación de
que resuelve el problema del paro haciendo de paso que los campesinos
acrecienten el valor de las fincas» 8.
8
Felipe Aláiz: "Alcance y crítica de la reforma agraria", revista
Estudios, Valencia, 1931-32.
Este primer proyecto fue retocado para dar satisfacción
a los terratenientes a quienes se había dado tiempo para que pudieran
destaparse con impunidad.
Hasta abril de 1934 sólo unos doce mil campesinos habían
recibido tierras del Estado. Pero el mismo año el gobierno de derechas de
Lerroux-Gil Robles anulo la reforma agraria. Los grandes de España, que habían
sido expropiados como represalia por su colaboración con Sanjurjo, vieron sus
propiedades devueltas.
Después de las elecciones de 1936, cuando las izquierdas
recuperaron el poder, la reforma agraria parece aplicarse con cierta celeridad.
Pero no hay que olvidar que el gobierno del Frente Popular se estaba inclinando
ante una serie repetida de hechos consumados. A partir de la calda del «bienio
negro» los campesinos acentuaron la llamada (por Aláiz) «expropiación
invisible»: invasión de fincas de mano muerta pese al espantajo de la guardia
civil. Con respecto a esto señala Carlos Rama en la obra citada:
«Mientras que en el total de los cinco años anteriores,
de acuerdo con las cifras que venimos manejando, se distribuyeron solamente unas
200.000 hectáreas, en estos meses que van de marzo a julio del año de 1936 se
distribuyeron 712.070 hectáreas a campesinos que no poseen tierras.»
En realidad son los campesinos quienes realizan las
expropiaciones. El gobierno, en gran cantidad de casos, no hace más que
sancionar la ocupación. Quiere decirse que la revolución agraria empezó en el
campo antes del 19 de julio de 1936. A partir de esta fecha las expropiaciones
se extienden por el territorio que no pudieron invadir los militares facciosos.
El mismo Rama subraya que el Instituto de Reforma Agraria totalizaba en marzo de
1938 (cuando la revolución estaba prácticamente dominada) las siguientes
cifras concernientes a expropiaciones: 2.432.202 hectáreas por abandono de sus
propietarios o por responsabilidades políticas; 2.008.000 ocupadas para
utilidad social; 1.252.000 ocupadas a titulo provisional. Véase el contraste:
el gobierno republicano había distribuido legalmente en cinco años de reforma
agraria 876.327 hectáreas; la revolución, en pocas semanas, había expropiado
y en gran parte colectivizado 5.692.202 hectáreas por ocupación directa de los
campesinos.
La C. N.T., como veremos, fue el brazo y cerebro de esta
revolución agraria, la primera y mas trascendental que se había producido en
España y tal vez en el mundo. En su congreso celebrado en Zaragoza en mayo de
1936 había fijado las siguientes reivindicaciones:
«a) Expropiación sin indemnización de las propiedades
de más de 50 hectáreas de tierra. b) Confiscación del ganado de reserva,
aperos de labranza, máquinas y semillas que se hallen en poder de los
terratenientes expropiados. c) Revisión de los bienes comunales y entrega de
los mismos a los sindicatos de campesinos para su cultivo y explotación en
forma colectiva. d) Entrega proporcional y gratuita en usufructo de dichos
terrenos y efectos a los sindicatos de campesinos para la explotación directa y
colectiva de los mismos. e) Abolición de conntribuciones, impuestos
territoriales, deudas y cargas hipotecarias que pesen sobre las propiedades,
aperos de labranza y máquinas que constituyen el medio de vida de sus dueños y
cuyas tierras son cultivadas directamente por ellos, sin intervención
continuada ni explotación de otros trabajadores. f) Supresión de la renta en
dinero o en especie que los pequeños arrendatarios, rabassaires, colonos,
arrendatarios forestales, etc., se ven obligados actualmente a satisfacer a los
grandes terratenientes. g) Fomento de obras hidráulicas, vías de comunicación,
ganadería y granjas avícolas, repoblación
forestal y creación de escuelas de agricultores y estaciones enológicas. h)
Solución inmediata del paro obrero, reducción de la jornada de trabajo y
nivelación de los sueldos con el costo de la vida. i) Toma directa por los
sindicatos de campesinos de las tierras que por insuficiente cultivo constituyen
un sabotaje a la economía nacional.»
Las ideas y propósitos del sindicalismo revolucionario
estaban claramente formulados. Sólo faltaba llevarlos a la práctica. Para ello
hacía falta la coyuntura revolucionaria, pues ningún milagro se esperaba del
gobierno. La coyuntura la dio la sublevación militar. Veamos como fue
aprovechada.
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